«Fue Safo la primera en llamar a Eros ‘amargo y dulce’. Nadie que haya estado enamorado se lo discute». Así inaugura Anne Carson su ensayo sobre el concepto de eros en la literatura y filosofía clásicas. Pero más que simple análisis literario, Eros the Bittersweet es una exploración de todo aquello que nos elude y nuestros intentos —siempre vanos— de aprehenderlo.
En el par de capítulos que aquí se presentan traducidos al español, Carson estudia la relación que escritor y lector establecen con la palabra escrita, relación que en más de un modo emula aquella que el enamorado mantiene con su objeto de deseo.
Realista
Nada nuevo se dice al afirmar que todo enunciado es erótico en alguna forma, que todo el lenguaje exhibe en cierta medida la estructura del deseo. Ya en el uso de Homero, el mismo verbo (mnaomai) significa «tener en cuenta, hacer mención», como también «cortejar, enamorar, pretender». Ya en la antigua mitología griega, la misma diosa (Peito) gobierna la persuasión retórica y las artes de la seducción. Ya en las más tempranas metáforas, son «las alas» o «el aliento» lo que mueve las palabras del hablante al oyente, como mueven también a eros del enamorado hasta el ser amado. Pero la palabra escrita y la palabra leída manifiestan, con repentina claridad, los bordes de las unidades del lenguaje y los bordes de aquellas unidades que llamamos «lector» y «escritor». De un extremo al otro del borde discurre un apareamiento simbólico. Así como las vocales y las consonantes interactúan simbólicamente para formar una palabra escrita, así también escritor y lector reúnen las dos mitades de un significado, así también enamorado y ser amado encajan juntos como las dos caras de un nudillo. Florece una íntima complicidad. El significado creado es privado y verdadero y su veracidad es permanente y perfecta. Así ocurre, al menos, en el caso ideal.
En realidad, ni lector ni escritor ni enamorado logran tal consumación. Las palabras escritas y las palabras leídas nunca dicen exactamente lo que queremos. Las personas que amamos nunca son tal como las deseamos. Los dos symbola nunca encajan a la perfección. Eros se les interpone.
Tanto la experiencia del deseo como la experiencia de la lectura tienen algo que enseñarnos sobre tales bordes. Fue en búsqueda de ese algo que consultamos la literatura clásica, tanto lírica como romántica, y su exposición de eros. Hemos visto cómo los poetas arcaicos dan forma a sus poemas de amor (como triángulos) y cómo los novelistas clásicos construyen sus novelas (como una experiencia sostenida de la paradoja). Incluso en Homero, cuando en la historia de Belerofonte afloran el fenómeno de la lectura y el de la escritura, divisamos un perfil similar. Hemos especulado sobre las intenciones de los escritores (acaso seducir a sus lectores), lo que en última instancia nos lleva a sospechar que lo que el lector espera de la lectura y lo que el enamorado espera del amor son experiencias de naturaleza similar. Esta es necesariamente una naturaleza triangular que encarna la búsqueda de lo desconocido.
El deseo de conocimiento es la marca de la bestia. Dice Aristóteles: «Todos los hombres tienen naturalmente el deseo de saber»1. Mientras, en el instante del deseo, percibes los bordes de tu persona, mientras, de cuando en cuando, percibes los bordes de las palabras durante la lectura (o la escritura), te sientes impelido a ir más allá de los bordes visibles: hacia algo más, algo que todavía no comprendes. La manzana sin arrancar, el ser amado apenas fuera de nuestro alcance, el significado no del todo conquistado: son todos ellos objetos del deseo de conocimiento. La labor de eros es que lo sigan siendo. Lo desconocido debe seguir siendo desconocido o la novela termina. Así como todas las paradojas son, en cierto sentido, paradojas sobre las paradojas, así también todo eros es, hasta cierto punto, deseo de deseo.
De ahí los artificios. Lo que resulta erótico de la lectura (o la escritura) es el juego de imaginación invocado en el espacio entre nosotros y nuestro objeto de deseo. Con su toque, los poetas y los novelistas, como los enamorados, dan vida a ese espacio, valiéndose para ello de sus metáforas y subterfugios. Los bordes de aquel espacio son los bordes de las cosas que amamos, cuyas zonas ignotas ponen a la mente en movimiento. Y he ahí Eros, nervioso realista en tan sentimentales dominios, que actúa por amor a la paradoja mientras pliega a nuestro objeto de amor hasta desaparecerlo y convertirlo en un misterio, en un punto ciego en el que puede permanecer conocido y desconocido, real y posible, próximo y lejano, provocando nuestro deseo a la vez que nos seduce.
Ahora, entonces
Dirijo sin cesar al ausente el discurso de su ausencia; situación en sumo inaudita; el otro está ausente como referente, presente como alocutor. De esta distorsión singular, nace una suerte de presente insostenible; estoy atrapado entre dos tiempos, el tiempo de la referencia y el tiempo de la alocución: has partido (de ello me quejo), estás ahí (puesto que me dirijo a ti). Sé entonces lo que es el presente, ese tiempo difícil: un mero fragmento de angustia.2
Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso
La vivencia de Eros es a la vez un estudio sobre las ambigüedades del tiempo. Los amantes están siempre a la espera. Odian la espera; aman la espera. Atrapados entre ambos sentimientos, los amantes piensan bastante sobre el tiempo, y, a su perverso modo, llegan a entenderlo muy bien.
Para el amante, el deseo pareciera demoler el tiempo en el instante en que acontece y luego reunir en sí a todos los otros momentos, en total irrelevancia. Al mismo tiempo, sin embargo, el amante percibe de forma más clara que cualquiera la diferencia entre el «ahora» de su deseo y el «entonces» de todos los otros momentos que se enfilan antes y después de aquel. Uno de tales «entonces» contiene a su ser amado. Por simultáneo amor y odio, aquel instante captura vertiginosamente su atención; algo de ese vértigo experimentamos al leer el poema de Sófocles sobre el hielo que se derrite. El verdadero deseo del enamorado, como vemos en aquel pedazo de hielo, es eludir las certidumbres de la física y quedar flotando en las ambigüedades de un espacio-tiempo en el que la ausencia es presencia y el «ahora» puede contener al «entonces» sin dejar de ser «ahora». Desde su particular punto de vista, «atrapado entre dos tiempos», como dice Barthes, el enamorado mira al «ahora» y al «entonces» con ojo calculador y encogido el corazón. ¡Cuánto quisiera poder controlar el tiempo! Y es en cambio el tiempo quien le controla.
En realidad, es Eros quien usa al tiempo para controlar al enamorado. Con singular candor y cierto grado de ironía, el amante en la poesía griega contempla su propio sometimiento al tiempo. Se ve a sí mismo en una imposible situación, sujeto por una doble atadura, víctima a la vez de la novedad y la recurrencia. Hay una muy clara evidencia, a lo largo de toda la poesía lírica griega, de que a estos autores les interesaban las perversidades del tiempo. Se trata de una sola palabra que por sí sola, en su propio microcosmos, pone en evidencia el dilema temporal que es eros. Es el adverbio dēute. Nadie que lea poesía lírica griega deja de sorprenderse por la frecuencia y la emotividad con que se usa este adverbio. Los poetas del amor lo prefieren por sobre cualquier otra designación de tiempo. ¿A qué punto en el tiempo hace referencia dēute?
Este adverbio surge de la crasis o unión de dos palabras que, por eufonía, se han contraído en una sola. La crasis es un fenómeno común en el griego, pero en este caso produce un efecto estereoscópico poco común: cada una de las dos palabras que se unen para formar dēute representa una posición distinta en el tiempo. Algo hay de paradójico en esta intersección.
Dēute combina la partícula dē con el adverbio aute. De forma vívida a la vez que dramática, la partícula dē indica que algo está ocurriendo en ese preciso momento3. El adverbio aute significa «de nuevo, una vez más, otra vez»4. La partícula dē denota una aguda percepción que ocurre en el momento presente: «Mira eso, ¡ya!». El adverbio aute se asoma por detrás del momento presente hacia una serie de acciones repetidas que se extiende por detrás de él: «¡No es esta la primera vez!». Dē te posiciona en el tiempo y enfatiza esa posición: «ahora». Aute intercepta el «ahora» y lo une a una historia de «entonces».
Una palabra tan compleja como dēute puede crear un tono igualmente complejo. La partícula dē consigue un efecto de emoción potente y alerta que puede evocar todo un rango de connotaciones, desde una urgente aflicción hasta desprecio en varios grados. A menudo se percibe un matiz irónico y escéptico5. Frente a esta palabra, los ojos se abren de par en par para recibir la súbita percepción; luego se entrecierran con el entendimiento. El adverbio aute atrapa este entendimiento como dos manos unidas en aquiescencia, con un profundo gesto de asentimiento: «una y otra vez».
¿Qué efecto consiguen los poetas líricos cuando introducen dēute en sus poemas? Consideremos primero un ejemplo con el que ya estamos familiarizados. Comenzamos este ensayo con un fragmento de Safo:
Ἔρος δηὖτέ μ’ ὀ λυσιμέλης δόνει,
γλυκύπικρον ἀμάχανον ὄρπετον.
Me arrastra—¡otra vez! [dēute]— Eros, que desmaya los miembros,
dulce animal amargo que repta irresistible.
fr. 1306
De imposible traducción, el adverbio dēute, aparece como un prolongado, diríase incluso apasionado suspiro al inicio del poema, cuando la enamorada percibe a su atacante y entiende que ya es (¡ay no!) demasiado tarde (¡otra vez!) para escapar del deseo. En otro poema, Safo se dirige a una enamorada y dice:
.]. ε .[ …. ] . [ … κ]έλομαι σ᾿ ἀ̣[είδην
Γο]γγύλαν̣ [Ἄβ]α̣νθι λαβοισαν ἀ . [
πᾶ[κτιν, ἆς̣ σε δηὖτε πόθος τ̣ . [
ἀμφιπόταται
Abantis, yo te invito a que festejes
a Gónguila que pulsa su lira.
Ya otra vez [dēute] el deseo te rodea
y vuela en torno a ti,
fr 22, 9-137
El poeta espartano Alcmán nos proporciona este ejemplo:
Ἔρως με δηὖτε Κύπριδος ϝέκατι
γλυκὺς κατείβων καρδίαν ἰαίνει.
He aquí que otra vez [dēute] Eros —así lo querrá Cipris—
vertiéndoseme dulce, me ablanda el corazón.
fr. 598
Cada uno de estos poemas es una cruda evocación del momento presente intersectado con un eco del pasado. Si un enamorado puede tomar distancia de su propia experiencia para apreciarla en estos términos es porque ha aprendido a ver el tiempo desde cierto punto de vista, plegando el «entonces» en el «ahora». Safo es experta en ello, como lo son los otros poetas líricos de su época. Esta técnica imprime una fuerza poco común a sus poemas, como si de momentos separados del tiempo real se tratara. ¿Cómo es que llegaron a desarrollar esta técnica?
Estos poetas tan fascinados con las perversidades del tiempo fueron, a mi parecer, de los primeros griegos que absorbieron y emplearon las habilidades asociadas con la lectura y la escritura en sus composiciones poéticas. Saber leer y escribir puede alterar nuestra percepción del tiempo. Veamos cómo es que ocurre.
Solemos describir el tiempo con metáforas sobre pasajes, tránsitos. El tiempo pasa. El tiempo como una corriente que fluye, una vía que se despliega, un sendero que andamos. Todo acontecimiento, todas nuestras acciones y proferencias, forman parte del paso del tiempo. El lenguaje, en especial, es inseparable de este proceso, y las palabras que pronunciamos se esfuman tan pronto como se las lleva el tiempo; «volando», dice Homero. «El lenguaje, en su estado más natural, es siempre y a cada instante efímero»9. Quien habla, pues, experimenta un proceso temporal: al pronunciar la palabra «fugaz», no asoma la segunda sílaba sino hasta que se ha extinto la primera.10 Quien lee y quien escribe, en cambio, experimenta la aprehensión y la manipulación del tiempo. Como lector y como escritor te encuentras en la frontera de lo efímero, y de las sombras emerge el sonido de un ambiguo carraspeo. Desde la página, la palabra «fugaz» te devuelve la mirada, tan estremecedora como aquel pedazo de hielo que se derrite. Y no se extingue. En lo que al tiempo respecta, la palabra escrita guarda contigo una relación un tanto perversa: permanente a la vez que pasajera. El estudio literario entraña, en parte, el dominio de esta relación. Le da al lector o al escritor una muestra de lo que sería poder controlar el tiempo.
Cuando lees o escribes parecieras conseguir aquel control que el enamorado tanto anhela: privilegiada posición desde la cual a los dilemas del «ahora» y del «entonces» se les pueden ver con desapego. Cuando el deseo es el tema de un texto que lees, puedes abrirlo en dónde quieras y abandonarlo cuando así te plazca. Si Eros es lo que en la página está escrito, uno puede cerrar el libro y librarse de él. O volver y releer las palabras una y otra vez. He ahí un pedazo de hielo por siempre derritiéndose. Lo que con letras se escribe «es invariable y permanece siempre igual», dice el orador del siglo V, Isócrates.11 En su Fedro, Platón reflexiona sobre la posición del escritor en relación con la palabra escrita. «Extraño poder tiene la escritura», dice, quienes aprenden el arte de la palabra escrita llegan a creer en su habilidad para dejar las cosas «claras y firmes»12 por la eternidad (Fedro. 275c, 277d). Dicha creencia puede resultar peligrosa, dado que aquel sería un poder insólito.
¿Qué cambiaría si el enamorado tuviera tal poder? ¿Qué demandaría del tiempo si estuviera en control? Son estas preguntas relevantes para nuestra investigación sobre eros, ya que, en general, estamos intentando descubrir lo que la pasión del amor puede enseñarnos sobre la realidad. Y el amor es una cuestión de control. ¿Qué significa controlar a otro ser humano? ¿Y controlarse a uno mismo? ¿Qué significa perder el control? Los poetas de la antigüedad, en sus descripciones del deseo, nos dan indicios para responder a estas preguntas. Los filósofos, por su lado, van más allá de la descripción. Si rastreamos estos cuestionamientos, desde los poetas hasta Platón, llegamos, en su Fedro, a un precepto de lo que el enamorado debería esperar del amor, del tiempo y del control mismo. Este precepto cobra especial interés para nosotros porque, en Platón, estas mismas preguntas se proyectan sobre la preocupación filosófica de la naturaleza de la lectura y la escritura.
¿Por qué a Platón le preocupan la lectura y la escritura? Esta inquietud pareciera estar ligada a aquel «extraño poder» de la escritura. En su interior alberga una quimera, una lo suficientemente persuasiva como para ser motivo de preocupación, pues se introduce en el alma del lector y del escritor a través de un mecanismo al que no puede oponer resistencia: Eros. El interlocutor de Sócrates en el Fedro es un jóven que se ha enamorado de un texto. A la par que Fedro y Sócrates hablan sobre el amor y el diálogo progresa, revelan un punto ciego en que el enamorado y la palabra escrita se intersectan. Es un punto en el tiempo tanto como lo es en el espacio, pues Platón postula su preocupación a la luz de nuestra particular naturaleza mortal y transitoria. Si concentramos nuestra atención en este punto ciego, lograremos acaso esclarecer la cuestión del control.
Notas:
- Aristóteles, Metafísica, Libro I, traducción al castellano de Patricio de Azcárate, de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. En el original, todas las traducciones del griego al inglés son de la autoría de la propia Carson. ↩︎
- Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso, traducción al castellano de Eduardo Lucio Molina y Vedia, Grupo Editorial Siglo Veintiuno, México, 2022 [1982]. ↩︎
- John D. Denniston, The Greek Particles, Clarendon Press, Oxford, 1954. ↩︎
- Henry G. Liddell, Robert Scott, Henry S. Jones, A Greek-English Lexicon, Oxford University Press, 1968. ↩︎
- Denniston, The Greek Particles. ↩︎
- Safo, fragmento 130. Traducción al castellano de Aurora Luque Ortiz, extraída de: Safo, poemas y testimonios, fragmento 130, Acantilado, Barcelona, 2022 [2004]. ↩︎
- Safo, fragmento 122. Traducción de Aurora Luque. ↩︎
- Alcmán, fragmento 59. Traducción al castellano de Juan Manuel Rodríguez Tobal, extraída de: El ala y la cigarra, fragmentos de la poesía arcaica griega no épica, Ediciones Hiperión, Madrid, 2005. ↩︎
- Wilhelm von Humboldt, Gesammelte Werke, vol. 6, Berlín, 1848. ↩︎
- San Agustín, Confesiones. Hay traducción al castellano: Confesiones, trad. de Ángel Custodio Vega, Austral, 2017. ↩︎
- Contra los sofistas, 12. ↩︎
- Platón, Fedro, 275c, 277d. Traducción al castellano de E. Lledó Iñigo, extraída de: Platón, Dialogos, Gredos, Madrid, 1988. ↩︎
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