Hombres en las horas libres

Traducciones de cuatro de los textos de la colección «Men in the Off Hours», de la autora canadiense Anne Carson. Los títulos originales son, en el orden en el que aquí se presentan, «Ordinary Time: Virginia Woolf and Thucydides on War», «Hokusai», «Audubon» y «Essay on What I Think About the Most».


Tiempo ordinario: Virginia Woolf y Tucídides sobre la guerra

Me gusta la forma en que Tucídides comienza su recuento de las hostilidades entre atenienses y peloponesios que conocemos como la guerra del Peloponeso. Con el relato comienza el Libro II de su Historia. Pues en el Libro I se ha dedicado a contar lo que ocurre antes del comienzo, lo que él llama arqueología. Su arqueología se lee como una polvareda de anécdotas y lenguaje, de los pretextos usuales y las causas verdaderas. Su comienzo, por otro lado, es puntual. Enumera siete formas distintas de medir el tiempo.

Catorce años estuvo vigente el tratado de paz de treinta años que se concretó después de la toma de Eubea; en el año decimoquinto, cuando hacía cuarenta y ocho años que Críside era sacerdotisa en Argos, y Enesias era éforo en Esparta y a Pitodoro todavía le quedaban cuatro meses de arcontado en Atenas, a los seis meses de la batalla de Potidea, y coincidiendo con el principio de la primavera, unos tebanos entraron armados, a la hora del primer sueño, en Platea.

(2.2.1)1

Tucídides sitúa el comienzo de la guerra conforme a los modos tradicionales de apreciación de los tres estados helénicos más importantes; descubrimos así cómo miden el tiempo en Argos, Esparta y Atenas. La manera en que una persona mide el tiempo es una característica íntima y regional sobre ella. Tucídides nos eleva a un punto de visibilidad privilegiada sobre estas características, para que debajo de nosotros, como si de un mapa de los estados griegos se tratara, veamos las vidas desenvolviéndose: cada cual en su propio huso horario, en su propio sistema de mediciones, con sus propios topónimos. Pronto, esta multiplicidad se fundirá, en nombre de la guerra, en un solo tiempo y sistema. Pero antes la vemos como hechos concretos y separados.

Luego vemos a la separación caer presa de una necesidad mayor. Pues los husos horarios de Argos, Esparta y Atenas quedan demarcados con relación a la captura de Eubea y la batalla de Potidea, dos eventos históricos detallados por el propio Tucídides en el Libro I de su Historia. La crónica de un historiador comprenderá necesariamente las formas regionales de medir el tiempo. Aunque incluso esto no es definitivo. 

Hasta el tiempo historiográfico está sujeto a los hábitos de la naturaleza. Tucídides decidió que el tiempo de la historia militar se contaría con estaciones de campaña. «Escribiremos, pues, de ella, y contaremos por orden lo que pasó, verano a verano, invierno a invierno», dice al comienzo del Libro II (2.1.1). Es natural entonces que ubique el lance de los tebanos entrando en Platea, mismo que desencadenara la guerra y lo que luego vino, justo antes del primer verano, «coincidiendo con el principio de la primavera» (2.1.2).

Y acaso porque él mismo no dormía bien —escribió su Historia en el exilio, luego de ser desterrado en el año 424 a.C. por su incapacidad para impedir la pérdida de Anfípolis; y quizá anduviera veinte años despierto por algún lugar de Tracia o el Peloponeso, siguiendo con atención los eventos de la guerra durante el día y redactando sus notas por la noche— identifica el inicio de aquel largo intervalo de tiempo como «una noche al primer sueño».

Virginia Woolf escribió La marca en la pared al inicio de la Primera Guerra Mundial. Ella también comienza con cronología. Pero, a diferencia de Tucídides, no se eleva sobre el tiempo ordinario ni mira por encima del hombro a otras personas y a sus apreciaciones. Ella se queda en su propio tiempo. Se queda justo en el medio. «Fue a mediados de enero del año en curso que…». Mas ¿cómo se reconoce lo que es el medio? Como un tiempo es vago. Sus bordes rondan la frontera de lo que una vio desde donde estaba sentada. Lo que una vio fue el fuego, la luz amarilla sobre las páginas, crisantemos en un jarro redondo, el humo de cigarro, carbón ardiendo, una vieja fantasía de banderas carmesí y caballeros rojos cabalgando hacia la negra roca. Lo que una vio fue el medio del tiempo. Nada se vio ahí ocurriendo, pues nada nunca ocurre ahí. Hasta que ocurre.  «Para mi alivio, la visión de la marca interrumpió…».

Para Virginia Woolf, como para Tucídides, es importante identificar el inicio de la guerra. De lo contrario quedaría perdido, y tan fácilmente, en medio del tiempo, «…siempre la más misteriosa de las pérdidas». No hay aún fotografías de hogares en ruinas o de cadáveres en 1914. Y Tucídides nos cuenta cómo los tebanos entraron en Platea «porque sabían que en todo caso la guerra se había de hacer contra los atenienses, y quisieron antes de que se declarase, mientras prevalecía la paz y el advenimiento de la guerra no era aún evidente, tomar aquella ciudad que siempre había sido su enemiga» (2.2.3). En efecto, poco fue lo evidente aquella noche. Los tebanos, en confabulación con algunos partidarios al interior de la ciudad, se infiltraron en Platea sin ser vistos y en seguida perdieron noción de su propia estrategia. El plan había sido claro: atacar de inmediato. En lugar de ello instalaron armas en la plaza, se sentaron y pregonaron una negociación. ¿Por qué? Aquello fue el inicio de su perdición. Tucídides no ofrece explicación alguna: «cuán accidental es esta vida luego de tanta civilización», dice Virginia Woolf. Mientras tanto los plateos desmantelaban su civilización desde adentro, escarbando las medianeras entre sus casas para congregarse y arremeter con fuerza contra los tebanos. Esperaron a la oscuridad que precede al amanecer. 

Atacaron.

«Con el cabello al viento como la cola de un caballo de carreras», dice Virginia Woolf sobre la rapidez de la vida. La muerte es rápida también: entre las calles en pánico de una noche sin luna («pues estos hechos ocurrían a finales de mes», apunta Tucídides [2.4.2]) llovía, no solo lluvia sino piedras y azulejos de manos de mujeres y esclavos que desde sus techos apedreaban, a gritos, a los Tebanos. Murieron porque en la oscura sustancia de una noche ajena todas las calles lucían igual… «todo tan fortuito, todo tan sin sentido…». Todos los árboles parecían hombres. Alguien atrancó la puerta por donde habían entrado, no con un pasador apropiado sino con la punta de una jabalina: ¡fuera reglas! Y quizá fue por esto que, mientras resbalando corrían entre el lodo, comprendieron de pronto que la paz terminaba y la guerra comenzaba. Pues la paz es cuestión de generalizaciones. «Paseos en tardes dominicales, almuerzos dominicales, como también formas de hablar de los muertos, de las vestimentas y las costumbres: como la costumbre de sentarse todos juntos en una misma habitación hasta una determinada hora, aunque a nadie le gustara. Había una regla para todo». Mientras que en la guerra: «arrojada a los pies de Dios por completo desnuda», dice ella, y él describe a los tebanos desnudos, retenidos con vida en una habitación al final de la calle. No está claro si eran o no rehenes en estricto sentido. Lo que es cierto es que Tebas negoció de buena fe con Platea para salvar sus vidas, y posteriormente aseguró que los plateos prometieron su liberación bajo juramento (2.5.5). Platea niega haber entrado en juramento (2.5.6). «Una vez que algo está hecho, no sabrá nadie nunca como ocurrió», dice ella. «No habrá más que espacios de luz y tinieblas». ¿Fue de luz o de tinieblas el espacio en que todos aquellos que fueron tomados cautivos fueron luego ejecutados, ciento ochenta en total, incluido Eurímaco, con quien habían tratado los traidores para que el heraldo, a su llegada, no encontrara puerta cerrada?

Al inicio de la guerra, cuando las reglas y el tiempo y la libertad comienzan apenas a salirse de los bordes, puedes posarte y pensar tranquilamente sobre una marca en la pared. ¿Es negra?, ¿es un agujero hecho por un clavo o por alguna sustancia redonda?, y bajo ciertas luces, ¿no pareciera incluso surgir de la pared, «proyectar una sombra»? La especulación es «placenteramente filosófica» dice y se compara a sí misma con un coronel retirado especulando sobre pequeños montículos en los South Downs. ¿Son sepulcros o campamentos? ¿Importa acaso? Una vez que la guerra comienza, los más de los campamentos serán sepulcros tarde o temprano. Tucídides nos dice que la guerra comenzó justo después de Platea:

Por ambas partes el alcance de sus proyectos no era nada corto, sino que ponían todo su empeño en la guerra, y no era extraño. 

(2.8.1)

La razón y la fuerza son propias de los comienzos. «Al principio, en efecto, todo el mundo se entrega con el mayor entusiasmo», dice de los atenienses y los peloponesios al lanzarse a la guerra (2.8.1). Y siguiendo con su meditación del tiempo —tejido del mundo, ahora carne de cañón, que ya no volverá— añade:

En aquella ocasión, además, había mucha juventud en el Peloponeso, y mucha en Atenas que, por su inexperiencia, abrazaba la guerra.

(2.8.1)

El tiempo abraza a la juventud, la juventud abraza la guerra. Véanse los círculos encajando el uno en el otro. Véanse a los círculos moviéndose y deslizándose, girando en torno a un centro que se vuelve gradualmente más vacío, más oscuro, hasta que es tan negro como una marca en la pared.

Virginia Woolf concluye La marca en la pared de forma abrupta. En medio de la especulación, nota que alguien se para junto a ella y dice: «Saldré a comprar el periódico».

Lo extraño es (y, aunque incidental, este detalle podría ser el motivo por el que termina el ensayo de aquel modo) que una se da cuenta al instante, sin que tenga que ser dicho, de que aquella persona es un hombre. Podría haber sido mujer tanto como podría haberlo sido Tucídides. No solo por su necesidad de periódicos y perspectivas de la guerra («Aunque no tiene caso comprar el periódico… Nada nunca ocurre. ¡Maldita sea esta guerra!»), sino porque de inmediato identifica a la marca en la pared como lo que es. Un caracol es un caracol. Incluso en las horas libres, los hombres reconocen las marcas.

En su Historia, Tucídides hace coincidir el inicio de la guerra con el de la primavera. Luego solo percibe estaciones de campaña: el tiempo ordinario medido «verano a verano, invierno a invierno». La primavera desaparece. Fue en invierno, de hecho, menos de doce meses después del incidente de Platea, que los atenienses, apegándose a la costumbre de sus padres, enterraron a cargo público a los caídos durante el primer año de guerra. Frente a ellos Pericles pronunció un discurso fúnebre en el que, se dice, afirmó que perder a los hombres jóvenes de un pueblo era como arrebatarle al año la primavera (Aristóteles, Retórica, 1411a3). «Hay una vasta conmoción de la materia», dice Virginia Woolf justo antes de notar que alguien se ha parado junto a ella. Y en una carta, escrita años después, recuerda el momento:

No olvidaré nunca el día en que escribí “La marca en la  pared”: en un parpadeo, como volando, luego de tener que picar piedra por meses… Entonces llegó Leonard y yo bebí mi leche y disimulé mi agitación.

(carta a Ethel Smyth, 16 de octubre de 1930)

Hokusai

La furia es un amargo candado.
Pero se le puede revertir.

Hokusai a sus 83
dijo,
Hora de hacer mis leones.

Cada mañana
hasta su muerte

219 días después
hizo
un león.

Del noroeste llegaron las ráfagas de viento.

Leones se mecían
y saltaban
desde las crestas

de los pinos
hasta

el nevado camino
o juntos
se estampaban

contra su choza,
sus blancas patas

desgarrando estrellas
a su paso.

Sigo dibujando
en espera 
de un día de calma, 

dijo Hokusai
oyendo la estampida pasar.

Audubon

Audubon perfeccionó una nueva forma de dibujar aves que llamó suya.
Al pie de cada acuarela escribía ”dibujado al natural”,
lo cual significaba que mataba a las aves

y se las llevaba a casa para disecarlas y pintarlas.
Como detestaba las rígidas formas
de la taxidermia tradicional

con alambre y madera construía flexibles armatostes
en los que disponía la piel y las plumas de las aves
—o en ocasiones

aves evisceradas enteras—
en animadas poses.
No solo su alambrado sino también su alumbrado era nuevo.

Los colores de Audubon se cuelan por tu retina
como la luz de un reflector
limpia de sombras vagando de arriba a abajo por el cerebro

hasta que retiras la mirada.
Y en verdad la retiras.
No hay nada que ver.

Puedes mirar estas certeras formas todo el día y no ver nunca el ave.
Audubon entiende la luz como ausencia de oscuridad,
lo cierto como ausencia de incertidumbre.

Es lo opuesto a un día de calma en Hokusai.
Imaginemos si Hokusai hubiese matado y rearmado a 219 leones
y luego prohibido a su pincel pintar sombra.

“Somos lo que hacemos de nosotros mismos”, le dijo Audubon a su esposa
cuando cortejaban.
En los salones de París y Edimburgo

a los que asistía para vender su nuevo estilo
este francés nacido en Haití
se pintó a sí mismo

como un noble y rústico americano
desplegado en las despejadas poses del Gran Naturalista.
Lo amaban,

por aquel “frenesí y éxtasis”
de la certera realidad americana, especialmente
en la segunda (y más accesible) octava edición (Birds of America, 1844).

Ensayo sobre aquello en lo que más pienso

El error.
Y sus emociones.
Al borde del error es una condición de aprehensión.
En medio del error es un estado de trastorno y decepción.
Caer en cuenta del error conlleva vergüenza y remordimiento.
¿O es así?

Pensemos en ello.
Mucha gente incluido Aristóteles consideran al error
como un interesante y valioso evento mental.
En su discusión sobre la metáfora en la Retórica
Aristóteles dice que hay 3 tipos de palabras.
Raras, ordinarias y metafóricas.

“Las palabras raras nos son desconocidas;
las ordinarias comunican lo que ya conocemos;
así que es a partir de la metáfora que asimos algo nuevo y elegante”
(Retórica, 1410b10-13).
¿En qué consiste la elegancia de la metáfora?
Aristóteles dice que la metáfora provoca que la mente se experimente a sí misma

en el acto de cometer un error.
Imagínase a la mente moviéndose sobre una plana superficie
de ordinario lenguaje
y de pronto
aquella superficie es interrumpida o enrevesada.
Lo inesperado emerge.

En un principio parece extraño, contradictorio o equivocado.
Luego cobra sentido.
Y es entonces, dice Aristóteles,
que la mente se vuelve a sí misma y clama:
“¡Cuán cierto, y sin embargo cuán equivocado!”
De los genuinos errores de la metáfora puede aprenderse una lección.

No solo que las cosas son más de lo que parecen,
y por ello las confundimos,
sino que hay valor en tal confusión.
Hay que aferrarse a ella, dice Aristóteles,
hay aquí mucho que ver y sentir.
Las metáforas le enseñan a la mente

a gozar del error
y a aprender
de la yuxtaposición de lo que es y lo que no es.
Hay un proverbio chino que dice,
No puede el pincel escribir dos caracteres con un mismo trazo.
Y sin embargo

eso es justo lo que un buen error logra.
He aquí un ejemplo.
Es un fragmento de poesía lírica de la antigua Grecia
que contiene un error aritmético.
El poeta parece no saber
que 2 + 2 = 4.

Alcmán, fragmento 20:
[?] hizo tres estaciones, el verano,
el invierno, y el otoño la tercera,
y la cuarta la primavera, cuando
las plantas echan brotes pero comer en abundancia
no es posible.


Alcmán vivió en Esparta en el siglo VII a.C.
Era Esparta una nación pobre
y es poco probable
que Alcmán llevara ahí una vida de lujos y buena alimentación.
Constituye este hecho el trasfondo de sus observaciones
que culminan en el hambre.

El hambre se siente siempre
como un error.
Alcmán nos hace experimentar este error
junto a él
a través del uso efectivo del error aritmético.
Para un humilde poeta espartano sin más nada

en su alacena
al final del invierno,
llega la primavera
como de último momento añadida por la economía de la naturaleza,
cuarta en una serie de tres,
desbalanceando su aritmética

y encabalgando su verso.
El poema de Alcmán se detiene a mitad de un yambo
sin explicar
de dónde sale la primavera
o por qué los números no nos ayudan
a controlar mejor la realidad.

Hay tres cosas que me gustan del poema de Alcmán.
Primero que es breve,
ligero
y más que perfectamente económico.
Segundo que parece evocar colores como el verde claro
sin siquiera nombrarlos.

Tercero que se las arregla para traer a colación
fundamentales cuestiones metafísicas
(como Quién hizo el mundo)
sin manifiesto análisis.
Nótese cómo el verbo “hacer” en el primer verso
no tiene sujeto: [?]

No son comunes en el griego
los verbos sin sujeto, son de hecho
un error gramatical.
Los más rigoristas filólogos dirán
que este error es un simple accidente de transmisión,
que el poema como llegó a nosotros

es un fragmento desprendido
de algún texto más largo
y que es casi seguro que Alcmán
nombrara al agente de la creación
en los versos precedentes a lo que aquí tenemos.
Bien puede que así sea.

Mas es sabido que el principal fin de la filología
es el de reducir todo deleite lírico
a un accidente histórico.
Y a mí me incomoda cualquier tajante aseveración
sobre lo que un poeta quiso decir.
Así que dejemos el signo de interrogación

al inicio del poema
y admiremos la valentía de Alcmán
al hacerle frente a lo que sea que los corchetes encierren.
Lo cuarto que me gusta
del poema de Alcmán
es la impresión que da

de soltar la verdad a pesar de sí mismo.
Muchos poetas aspiran
a este tono de involuntaria lucidez
pero pocos lo consiguen de forma tan simple como Alcmán.
Claro que esta simplicidad es falsa.
Alcmán no es simple en absoluto,

es un maestro del artificio:
lo que Aristoteles llamaría un “imitador”
de la realidad.
Imitación (“mímesis” en Griego)
es el término con el que Aristóteles abarca todos los genuinos errores de la poesía.
Lo que me gusta del término

es la soltura con que acepta
que lo que nos ocupa cuando hacemos poesía es el error,
la voluntaria creación del error,
la deliberada ruptura y complicación de errores
de la cual podría surgir
lo inesperado.

Así que un poeta como Alcmán
le da la vuelta a la aprehensión, la ansiedad, la vergüenza, el remordimiento
y el resto de las ingenuas emociones asociadas con cometer errores
para así enfrentar
la realidad de los hechos.
La realidad para los humanos es la imperfección.

Alcmán rompe las reglas de la aritmética
y compromete la gramática
y corrompe la forma métrica de su verso
para acercarnos a esta realidad.
Al final del poema la realidad permanece
y Alcmán probablemente no esté menos hambriento.

Y sin embargo algo ha cambiado en el cociente de nuestras expectativas.
Pues al confundirlas,
Alcmán ha perfeccionado algo.
En efecto ha logrado más
que perfeccionar algo.
Con un solo trazo.

Notas:

  1. En el original, los fragmentos de la Historia de Tucídides, la Retórica de Aristóteles y el fragmento 20 de Alcmán son traducidos al inglés por la propia Anne Carson. En esta versión, sin embargo, las citas a dichos textos, salvo menores modificaciones para una mejor concordancia con los comentarios de la escritora, fueron tomadas, respectivamente, de las siguientes traducciones al español: Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso. Libros I-II, traducción de Juan José Torres Esbarranch, Gredos, (1990); Aristóteles, Retórica, traducción de Quintín Racionero, Gredos (1990); Lírica Griega Arcaica, traducción de Francisco Rodríguez Adrados, Gredos, (1980). ↩︎

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