La casa grande

Siéntense, cabrones, nos dice, nos grita, con la voz de acentos como el trueno, la voz de ritmo como el mar embravecido, y vocales como el alud, consonantes como el tornado: no su voz de dulces trinos, llena de gracia y de verdad, sino su voz de volcánica admonición que nosotros nunca le escuchamos porque se la guarda para los otros: los libertinos, los arrimados, los andrajosos aquellos de sus otros hijos que de él no merecen más que su estruendo. Dudamos. ¿Es con nosotros el asunto? Imposible. A ver, ve y pregúntale. No, tú pregúntale. No, que nadie le pregunte, que nadie se le acerque ni le hable ni le moleste, que a nadie se le ocurra ni mirarlo a los ojos. Ya lo conocen, debe estar en trance, imaginándose que está allá con ellos y no aquí, con nosotros. Luego la reiteración, reverberación de un segundo grito que a las dudas las esfuma y a nosotros nos declara responsables únicos de aquella furia. Trueno, mar embravecido a domicilio: ¡Siéntense. Alud, tornado, tempestad sin siquiera salir de casa: cabrones! Pienso uno más, un tercer grito de esta magnitud y no la contamos, nos vamos, nosotros y todos, todo, a la chingada. Muerte térmica en la comodidad del hogar. Y como ni en nuestros miedos ni en nuestro discurrir nos permitimos, mis hermanos y yo, patentes singularidades (esto que yo escribo bien lo pudo haber escrito con idénticas palabras cualquier otro de los que quedamos), conjuramos todos la misma imagen y corremos a su encuentro, pensando a lo mejor si no lo hacemos esperar demasiado, a lo mejor si nos apresuramos a tomar nuestro lugar en el círculo que habremos de formar alrededor de él, a lo mejor si le dedicamos la más contrita de nuestras expresiones, a lo mejor si nos dejamos sermonear por horas, el tiempo que él disponga, a lo mejor si mantenemos la cabeza baja en todo momento y si callamos y si solo escuchamos y si a todo asentimos, sí, padre, lo que usted diga, padre, por mi culpa, padre, a lo mejor así, pensamos mientras corremos al lugar desde donde nos llama, epicentro de la ira, tropezando todos con todos de tantos que somos y de tan asustados que estamos y de tanto que siguen trepidando nuestros cimientos, a lo mejor así apaciguamos aunque sea un poco la tormenta.

¿Nos llamó, padre? Padre no responde. ¿Está usted molesto, padre? Silencio otra vez. ¿Quiere que nos sentemos, padre? Nada: como en el ojo del huracán, inquietante silencio. Pero silencio, hermanos, calma a fin de cuentas. Bien hecho, nos regodeamos, con nuestra pronta respuesta a su llamado nos hemos salvado de un tercer grito. Sentémonos ahora, yo aquí y tú a mi lado y tú a su lado y luego tú y luego tú y luego los que faltan, ustedes saben bien en dónde van, y luego yo otra vez, sentémonos pues y esperemos, dejemos que descanse su voz.

Al fin, ya sin trueno, porque él habla cuando así le place y no a son de nadie más, apenas audible: ¿Quién fue? Miradas rebotan, cual rayos de luz reflejándose en infinidad de espejos, de un punto al otro del círculo. En algunas de esas miradas yo adivino genuina confusión ante la pregunta de padre. ¿Quién fue qué?, se lee en las caras de aquellos de conciencia más limpia, los más jóvenes de nosotros que no se enteran nunca de nada de lo que en esta casa ocurre. Los veo suspirar de alivio, sonreír después de indiferencia. Si nada hicieron y nada saben, ¿qué podría reclamarles padre a ellos? A mí me encantaría borrarles la sonrisa, decirles aquí mismo no canten victoria, muchachos, no se den aún por exculpados. No lo hago. En el ojo de la tormenta no hay cabida para sonidos que no sean el de alguien ofreciendo la respuesta que padre exige. ¿Quién fue? Y yo sí sé. Recién me lo contaron. Sé el quién. Sé incluso los más repulsivos detalles del qué. Sé que aun sabiendo debo callar. Pues con aquellas indagaciones también nos está poniendo a prueba. Siempre nos está poniendo a prueba, y a padre no le gustan los chismosos. Será por eso que a los otros, los ilegítimos, los aborrece como los aborrece. Alguna vez le preguntamos padre, ¿a sus otros hijos los ama usted tanto como a nosotros? Y él se nos quedó viendo como diciéndonos no me estén preguntando pendejadas, resopló después como diciéndonos por supuesto que no. Así es cuando no grita: las primeras palabras de sus oraciones son pronunciadas con gestos, para dar tiempo a la voz de adquirir el tono, la temperatura, el volumen, la presión,  la proyección, las condiciones atmosféricas apropiadas para lo que tenga que decir. Aquellos, continuó, me dan lástima nomás, a veces, pereza, la mayor parte del tiempo, solo risa. Y se rió, con su risa buena como la brizna. Y nosotros también reímos, para darle gusto y para que viera que su regocijo es también nuestro regocijo, su canto es también nuestro canto y todo lo que él aborrece nosotros lo aborrecemos mil veces más, todo lo que por encima del hombro él mira nosotros lo vemos por encima de mil hombros, cien mil hombros, hombros nos harían falta, ¿no es verdad, padre?, para verlos como realmente deben ser vistos aquellos muertosdehambre. Y para darle más cuerda todavía, seguimos: ¿Es por eso que los abandonó, padre? Por eso y porque son todos unos pinches chismosos. ¿Y por qué más? Y también por encimosos. ¿Y por qué más, padre? Y por mentirosos. ¿Y por qué más? Y por preguntones, así que ya déjenme en paz. 

El clima no es hoy, sin embargo, así de placentero. Demórase la esperada respuesta. La creciente impaciencia del ojo es ya un vendaval que hace que la calma, cual neblina, comience a disiparse. Tras las nubes en retirada asómase otra vez la tempestad. Padre no va a preguntar dos veces. Ya no con acentuados gestos, ya no con sosegada voz, ni siquiera con gritos: las últimas palabras de sus alocuciones, si a esos extremos se ve orillado, son pronunciadas con avasalladora fuerza física. Únicamente el culpable puede prevenir la hecatombe. A merced de él quedamos. Mas en vano sería que yo o cualquier otro de los que saben delatara a Gael. Que a padre no le gustan los chismosos y si padre pregunta quién fue, no espera que cualquiera se levante y con su afilado dedo acusador señale a su propio hermano. Lo que espera es que sea el propio responsable quien se levante y diga yo, padre, yo fuí, que se me imponga ahora mi merecido castigo y que sean mis hermanos dispensados. Pues cuántas veces se nos ha dicho: Córtense sus asquerosas uñas antes de andarlas apuntando a diestra y siniestra, porque la culpa, como el perdón, recuérdenlo, hijos míos, es intransferible: la culpa le pertenece a quien mal obró, a quien la cagó, vaya, y el perdón, ese es solo mío y yo decido si se los presto y a quién se lo presto y por cuánto tiempo se lo presto. Así siempre ha sido. Y si siempre ha sido así, pienso, y si desde que nacemos así se nos ha inculcado, pienso y procuro que mi mirada, como la de padre, se traduzca en claras palabras, y si sabes además lo que nos espera, no solo a ti sino a todos, si tú no hablas de una vez, ¿por qué entonces no te levantas, Gael?

Aquel me ignora. Me ve. Entiende, de eso estoy seguro, lo que mis ojos le dicen. Ni se inmuta. Y me ignora. Pendejo. Como es el mayor de nosotros, como es o sencillamente se cree que es el favorito de padre, a nosotros nos piensa inferiores a él. Engreído. Y cuando juega, juega solo. Cuando explora, explora solo. Cuando se baña, se baña solo. Cuando ríe, ríe solo. Cuando piensa, piensa solo. Hasta cuando habla, habla solo, mamón, como si de juntarse con nosotros se le fuera a contagiar un mal incurable, como si no estuviéramos hechos de la misma materia. Pero ya sabemos en dónde anduviste, inmundo, y con quién anduviste, descarado, y los vituperios que de padre estuviste divulgando, chismoso. No te rehuiremos más la mirada, como habríamos hecho cuando nos dejábamos intimidar por tu soberbia y acaso creíamos que en verdad padre te procuraba tratos preferenciales y que se te perdonaban ofensas y desplantes que a cualquier otro nos habrían costado indecibles tormentos. Párate, que él ya sabe que fuiste tú y te está dando, piadoso como es, oportunidad de hacerte cargo y aminorar así la severidad de tu castigo. Párate y confiesa, que ya viene siendo hora de que seas tú el sojuzgado. 

Todos lo observamos, incluso los que no saben. Solo del esfuerzo de injuriarlo sin siquiera abrir la boca, sudamos. Un bochorno, que él debe estar sintiendo con potenciada intensidad, se extiende por la casa, y su naturaleza recuerda a uno de esos artilugios que padre obsequia en ocasiones a los otros, los de la casa chica, para saciarles su fácil asombro: los mismos rayos que antes habían dibujado un inextricable entramado de líneas en el círculo encuentran ahora su orden, se desenredan para concentrar todo su calor en un punto de la circunferencia, aquel en el que se sienta Gael. ¿Cómo es que no te estás quemando, indolente, con el ardor de mil ojos, ojos de cada uno de tus legítimos hermanos irradiándote a la vez? ¿Y cómo es que padre no ha perdido el temple? ¿Lo va a perdonar así, sin sermón? ¿Sin martirio? ¿Sin castigo de por medio? ¿O es el principio del castigo dejarlo ahí sentado para que nosotros lo calcinemos de odio? Es tal el tamaño de la falta, pensamos, y de pensarlo se nos hacen agua las manos, es tal la gravedad de la infracción que padre no se dará abasto y tendrá, por primera vez, que prestárnoslo. Y las manos ya no están cómodas en la posición de aguardar, posadas inermes, palmas hacia arriba, sobre las rodillas. Quieren actuar. Las mías se voltean y pasan sin que me dé cuenta al suelo, listas para darme el impulso que necesito para ponerme en pie. Estoy por hacerlo, si tú no te paras voy yo y te paro, pienso sin arrancarle la vista a Gael, cuando del trance me saca y nos saca a todos el retronar de unos pasos. Volteo a mi izquierda. Otro de mis hermanos se nos adelantó y ya camina hacia Gael, con los puños cerrados, bamboleándose a sus costados, sedientos del néctar prohibido de la justicia por propia mano. Apenas si tenemos tiempo de paladear la imagen de alguien, quien sea, no importa que no sea yo, de alguien poniendo a Gael en su lugar. Padre, ¿en qué momento se movió del centro?, le corta el paso a mi atrevido hermano y con el más gentil de los gestos, posando la mano en su pecho como para recordarle que esta, hijo mío, esta es la única mano que puede hacer lo que tú te proponías hacer, lo detiene. ¿A dónde vas?, le interpela. Solo entonces nos damos cuenta de las ridiculeces que nos hemos permitido pensar. Y hacer. Nunca antes alguien se había atrevido a ponerse de pie durante nuestras reuniones alrededor de padre. Pero la culpa es suya, de padre, por tenerle a Gael tanta paciencia y por dejarnos a nosotros tanto tiempo en ascuas, esperando nomás a ver cuándo se digna a confesar. Así cualquiera se deja llevar y se pone a maquinar irrisorios escenarios en que es uno mismo y no padre el portador del látigo. No. ¿Qué estoy diciendo? ¿Qué estuvimos pensando? La culpa es nuestra, solo nuestra. El perdón es suyo, solo suyo, y ojalá, pues no lo merecemos, hermanos, se apiade y nos lo preste. Y el castigo, acuérdense, ¿cómo pudimos olvidarlo?, ¿cómo creímos que nos los iba a prestar?, si siempre nos ha dicho y el castigo también es mío y solo mío pero ese no se lo presto a nadie, ¡jamás!, ni a ustedes ni a su madre.

En la humedad del momento pensamos que reconvocará la tormenta, que como Gael se obstina padre se desquitará con nosotros, empezando por el hermano que osó abandonar su puesto en el círculo. Tan solo le dice, con voz limpia y apacible como el arroyo, a tu lugar. Y a su lugar vuelve, humillado, las manos hechas un nudo en la espalda. El círculo vuelve a ser círculo. Y padre también retoma su lugar. El centro al centro vuelve y desde el centro el centro habla, pregunta ¿qué les dijiste, Gael? Aquel parece dispuesto, otra vez, dos veces, ¿cuándo se ha visto?, ¿quién se ha atrevido?, a dejar a padre con la palabra en la boca, el ciclón en la punta de la lengua, el tsunami atorado entre los dientes. Pero nosotros ya no vamos a intervenir, nos lavamos las manos. Así se desplome el cielo honraremos el lugar que nos corresponde, meros espectadores. Padre acomete dos pasos en dirección a Gael. Se detiene, no puede hablar en movimiento: cuando él habla todo debe parar. ¿No te avergüenzas?, le pregunta. Tres pasos más. ¿O es que ni siquiera te arrepientes, hijo, de malbaratar de ese modo tu saliva y de deshonrar así mi nombre y el de esta casa?, continúa, y como anticipando el silencio de aquel, da cuatro pasos más, y cada paso lo acentúa como si fueran los signos últimos, puntos, erupciones, truenos suspensivos de su demanda. Le provoca entonces. Dime al menos, Gael, con quién de aquellos fue que trataste, para ir yo mismo a arreglar tu desmadre. Alguna fibra, si es que fibras tiene el cabrón aquel, se eriza en Gael y contesta finalmente. ¿Para qué?, le dice a padre, si ni sus nombres te sabes, eso les dije, dice, les dije a ese señor todos ustedes le valen madre: ni sus nombres se sabe, ni las caras les conoce, ya no lo busquen, ya no lo llamen ni mucho menos le escriban. Parado ya frente a su insolente primogénito, padre no se deja amedrentar por la respuesta. Hinca sus dedos en los hombros de Gael y con un jalón lo pone de pie. Pues a la chingada de aquí, le dice, tanto con la voz como con el árido impacto de la palma de su mano. Tan fuerte es la bofetada que aquel se tambalea y termina dándole la espalda a padre. Y padre ríe, porque el castigo no ha terminado. Se abre el cielo. La izquierda primero, la derecha después: padre le arranca las alas a Gael y, de una patada, lo manda a la chingada de aquí.

Lo vemos caer. Lo vemos estrellarse contra las negras rocas. Lo vemos sangrar su sangre azul. Lo vemos airoso levantarse mientras los otros, los de abajo, agachosos se le acercan. Vemos como aquellos le ofrecen un sucio, gris andrajo. Lo vemos a él aceptarlo y cubrirse su hermosa, roja desnudez. Luego no lo vemos más. Termina confundido entre toda la inmundicia.