De hecho, no hay nada que canse más a una persona que tener que luchar, ya no contra su propio espíritu, sino contra una abstracción.
—José Saramago
I
Juntos, Mariana y Juan tuvieron un tiempecito. Y antes de que me vaya alguien a reclamar, «¿Por qué lo dice así, en diminutivo?», «¿Menosprecia acaso, señor Narrador, la duración, la vehemencia incluso, de los amores de esta peculiar pareja?», aclararé de una vez por todas que con aquella elección de palabras no busco más que significar que Mariana y Juan, tras media década de felicísimo matrimonio, precedida por siete años de ajetreado noviazgo a los que se les intercalaron en total dieciocho meses de temporales separaciones (en las épocas en las que la vida les puso tierra de por medio), antecedidos a su vez por diez o doce semanas, dependiendo de si le preguntamos a él o le preguntamos a ella, de inocente coqueteo y alrededor de ocho mil días de no conocerse la una al otro, después de todo aquello que bien valdría la pena relatar en un cuento aparte, Mariana y Juan se dijeron «Ya viene siendo hora» y, juntos, tuvieron un hijo. Y el hijo era nada menos ni nada más que, a ver si alguien me lo cree, el mismísimo Tiempo.
—No pudimos pesarlo —les anunció su doctora cuando se disponía a entregarles al recién nacido—. Medirlo sí pudimos, pero déjenme decirles que no fue cosa fácil. Para lograrlo tuvimos que… Bueno, no importa. No tengo por qué aburrirlos con los detalles si ustedes lo que quieren es tenerle en brazos cuanto antes, ¿no es verdad? Aquí tienen a su bebito. Cuídenmelo mucho, no se les vaya a ir volando.
—Pero ¿es niño o niña, doctora? —preguntaron al unísono una Mariana al borde de las lágrimas y un Juan al borde de la incredulidad.
—El sexo de la criatura tampoco nos fue posible determinarlo —se disculpó la doctora, que acaso ya antes había tenido que atender el parto de algún otro ente inmaterial y fuera por eso que parecía no inmutarse ante lo que acababa de atestiguar—. Aunque yo diría, más a título personal que medicinal, que es niño. Su hijo, señores, es el Tiempo. En realidad, un Tiempecito: mide, o medía cuando lo medimos, noventa y siete segunditos nomás.
Así fue entonces, decíamos, como Mariana y Juan tuvieron, engendraron juntos un Tiempecito.
Y juntos también, Mariana y Juan tuvieron un espacito. Esta vez, sin embargo, no estamos queriendo decir que le hayan dado un hermano a Tiempecito. Nada de eso. Él fue, si bien ni las ganas ni los intentos faltaron, su único hijo. Si digo que tuvieron un espacito es porque su casa era de dimensiones más bien reducidas. Unos meses antes de que naciera Tiempecito, la pareja había reunido los ahorros y las maletas, mucho más numerosas estas que aquellos, para mudarse a un nuevo nidito de amor, pequeño, sí, pero a fin de cuentas suyo y de la bendición que estaba en camino.
Y en realidad no fue sino hasta que volvieron del hospital que Mariana, viendo al bebé de cincuenta y tantas horas que traía en brazos, dudó por primera vez.
—¿Y si sigue creciendo así de rápido, Juan? A lo mejor la casa sí nos termina quedando chica. No vamos a caber en este espacito.
—No hay por qué preocuparse. Como todos, Tiempecito irá creciendo cada vez más lento, luego dejará de crecer y, si vive lo suficiente, llegará incluso un día en que empezará a encogerse.
Hasta pareció como si Tiempecito hubiera oído y entendido las palabras de su padre y se hubiera hecho con el propósito de contradecir cada una de ellas. Pues no solo siguió creciendo toda su vida, sino que lo hizo siempre a un ritmo constante, a extremos poco menos que espeluznantes, de un segundo por segundo, un día por día, un año por año. Mas, como solía ocurrir con las aventuradas y erróneas afirmaciones de Juan, los hechos (y el mismo Juan, naturalmente) terminarían por darle a él la razón; si no en lo teórico, sí, al menos, en lo práctico, en la cuestión esencial de su intento de consuelo: el crecimiento de su hijo no los obligaría nunca a hacer las maletas por vez segunda para mudarse a una casa más espaciosa. Y no tenía Mariana nada de qué preocuparse, porque el crecimiento de Tiempecito se daba, de hecho, en un plano aparte del de los otros niños.
Varios años hubieron de transcurrir para que esa noción, en apariencia tan evidente, terminara de asentarse en las mentes de Mariana y de Juan. El camino a la gran revelación lo iniciaron una noche de domingo en la que, como cada domingo desde que eran una familia, estaban los tres reunidos viendo una película. Interesantísima película, no lo dudo, sin embargo, lo que al respecto de ella hoy diremos será únicamente que relataba la vida de un niño de la misma edad que Tiempecito tenía en aquel entonces. Los escépticos padres del niño en la pantalla anhelaban una irrefutable prueba de que el tiempo en efecto transcurría, de que su hijo en efecto crecía. Insatisfechos como estaban con el sinfín de evidencias que sus cinco sentidos les ofrecían, sobrados como estaban de paredes por toda la casa, determinaron que fabricarían ellos mismos la evidencia que les faltaba. De tal suerte que cada que se acordaban, cada que la situación lo ameritaba o cada que el guión de la película así se los demandaba, ponían a su hijo frente a una pared, siempre la misma, y en ella hacían una marca que buscaba representar con la mayor fidelidad posible la altura de su hijo. A un lado de la marca, por último, escribían la fecha en que se había llevado a cabo la medición.
Cuán fascinado no habrá quedado Tiempecito con la idea que, cuando corrían los créditos finales, no solo seguía bien despierto, lo que ya de por sí era extraño en él, sino que además pidió a sus padres que hicieran lo mismo con él, que llevaran un registro de su crecimiento.
Paredes ellos no tenían tantas ni tan extensas como la adinerada familia de la película. Aun así, se anduvieron un buen rato sin poder decidirse, tratando de encontrar la pared ideal para hacer las marcas de la estatura de Tiempecito. «Aquí, en la pared frente a la puerta de entrada, para que sean las marcas lo primero que vean las visitas», decía Juan. «Mejor aquí, en la pared frente a mi cama, para que sean lo primero que yo vea al despertar», decía Tiempecito. «Pero, a ver, ¿y quién dijo que tenía que ser a fuerza en una pared? Mejor aquí, mira, en el espejo de piso, para que sean lo primero que yo vea cuando me vea», decía Mariana. «No, no, mejor aquí, al lado del cactus que recién adoptamos. Es más, vamos haciendo también unas marquitas en la pared para el cactus y así se verá quién crece más rápido, si Tiempecito o el cactus», decía Juan. «¿O qué tal aquí, Juan?, junto a mi pila de libros, para ver quién crece más rápido, la pila o Tiempecito», decía Mariana. «En ese caso, será mejor que las marcas se hagan aquí, junto a mi pila de DVDs, que muchas más chances tiene de aguantarle a Tiempecito su ritmo de crecimiento que la pila de libros», decía Juan. «Pues ya entrados en gastos, mejor aquí: quitamos la televisión, quitamos el estante que la sostiene con el montón de cosas que hay en él, quitamos también los cuadros para así dejar libre toda esta pared, luego ponemos en un extremo al cactus, a un lado del cactus ponemos mi pila de libros, a un lado de mi pila de libros ponemos tu pila de DVDs, y a un lado de tu pila de DVDs vamos poniendo, en pilas, obviamente, cualquier cosa que haya en esta casa que, como Tiempecito, vaya creciendo con el paso del tiempo», decía Mariana. «Como una pila de nuestros CDs, o una pila de nuestros vinilos, aunque esos mejor no apilarlos», decía Juan. «O, se me ocurre, una pila de todos los juguetes de Tiempecito, o una pila de todos los dibujos de Tiempecito, o una pila de todas las cartas que Tiempecito, fingiendo que ya sabe escribir, nos escribe casi a diario», decía Mariana. «Y una pila de los libros de cuentos que nos lee, fingiendo que ya sabe leer, y hasta podemos iniciarle a Tiempecito su propia pila de DVDs y CDs, que nunca es muy temprano y siempre es muy tarde para iniciarse en los buenos hábitos», decía Juan. «También una pila, ¿qué te parece?, con todas las palabras que se sabe y las que vaya conociendo, en orden cronológico, por supuesto, “mamá” y “papá” hasta abajo, y hasta arriba… ¿cuál dirías tú que es la última palabra que se aprendió?», decía Mariana. «Y al lado una pila de todas las veces que se nos queda dormido, que si vemos que se va haciendo muy grande y amenaza con llegar hasta al techo, podemos dividir en dos o tres pilas de menor tamaño: una para las veces que se nos queda dormido a media película, otra para las veces que se nos queda dormido a medio cuento y una tercera para las veces que se nos queda dormido en el carro», decía Juan. «Y ya sé: junto a ellas pongamos una pila de la ropita que le vaya quedando chica, a un lado podemos inaugurar una pila de todos los zapatitos que le vayan quedando chicos, después, para mantener cierto orden, una pila con todos los juegos que le vayan quedando chicos, otra con todas las caricaturas que le vayan quedando chicas, otra con todas las canciones que le vayan quedando chicas. Y si vemos que estas pilas no son lo suficientemente grandes como para ameritar su propio espacio, las juntamos todas en una sola pila de Cosas que le Vayan Quedando Chicas a Tiempecito y asunto resuelto, Juan», decía Mariana. «No estaría mal hacer además una pila de todas sus travesuras, que a decir verdad son muy pocas, o una de todos los caprichos que le cumplimos, que yo creo que sería siempre más grande que la pila de los caprichos que le negamos», decía Juan. «¿Y tú crees, dime la verdad, tú de verdad crees, Juan, que todas esas cosas van a ir creciendo cada vez más lento para luego, así nomás, dejar de crecer y hasta irse haciendo más pequeñas?», decía Mariana. Y «zzz… zzzz… zzzzz…», decía Tiempecito, que desde lo de hacer las marcas en la pared frente a su cama no había vuelto a aportar nada, al menos no verbalmente, en la conversación: él aprovechó aquella parada en su cuarto para acostarse y quedarse dormido. «Mejor aquí», seguía diciendo en sueños Tiempecito.
Le despertó a la mañana siguiente el ruidajero que se traían sus papás con su ir y venir por toda la casa, reacomodando cuanto a su paso encontraban: que si esto va en esa pila, que si no, va en aquella otra, que si con tanta pila ya no va a sobrar espacio para hacer las marcas de la altura de Tiempecito, que si entonces mejor juntamos estas dos pilas para aprovechar espacio a lo alto y ahorrar espacio a lo ancho, que si vas a despertar al niño, que si ya lo despertaste, míralo. Ahí estaba Tiempecito, parado frente a la puerta de su cuarto, con su impavidez característica frente al ajetreo a su alrededor. Con solo verlo, Juan y Mariana entendieron que habrían de agregar uno más a la pila de caprichos cumplidos para en seguida deshacer esa y las demás pilas y devolver cada objeto a su sitio. Tiempecito, en efecto, había tomado una decisión mientras dormía: las marcas, decretó, se harían en ese pedacito de pared que unía, o separaba, la puerta de su cuarto y la puerta del cuarto de sus padres.
—Rápido, Juan, ya lo oíste. Tráete un plumón.
Y allá va Juan a buscar un plumón en la pila de utensilios de dibujo de Tiempecito. Y ahí viene Juan de vuelta, plumón en mano, dispuesto a zanjar por fin el asunto y alcanzar todavía unas horas de sueño.
—¿Qué haces, Juan? Ahí no está la altura del niño.
Él, que no daba crédito, ¿cómo podría haberse equivocado en tan sencilla tarea?, volteó a ver la marca que acababa de hacer en la pared y comprobó cómo la altura de su hijo se le había movido de lugar.
—Era nomás una prueba para ver si todavía pintaba este plumón —se excusó—. A ver, Tiempecito, pégate bien a la pared y no te me vayas a mover.
Ahí tienes que la talla de Tiempecito no se quedaba quieta y se empecinaba en no dejarse registrar. De repente la muy escurridiza andaba en un punto de la pared, de repente en otro. De repente parecía que si Juan hubiera seguido con el plumón el rastro que la estatura de Tiempecito iba proyectando en la pared, hubiese terminado trazando una línea que acaso no terminara o terminara donde empezara.
—Déjalo, Juan. No se va a poder, ¿verdad?
—Al fin y al cabo todo este asunto de las marcas en la pared para la estatura de los hijos no es siquiera algo que se haga en estas latitudes. Son costumbres de gente que vive en otros lados, de gente, si me apuran, que vive solo en las películas —contestó Juan, aún no del todo resignado—. Pero si así lo quieres, Tiempecito, podemos buscar otra forma de ir documentando tu crecimiento. Vas a ver, algo más original se nos ocurrirá.
—Por ahora, si hemos de desistir de las marcas —surgía en Mariana una nueva idea, que aquí la de las ideas (y la de las preguntas, que no son sino el semillero de las ideas) es siempre Mariana—, podemos empezar por algo tan sencillo como ir midiendo a Tiempecito con una cinta métrica y anotar las mediciones en una hoja de papel, en un cuaderno o, mejor aún, en post-its que vayamos pegando en la pared, en esta misma pared. Así no echamos en saco roto todo el trabajo, no me dejarán mentir, Juan, Tiempecito, todo el esfuerzo que nos costó escogerla.
Y allá va Juan por la cinta métrica a la pila de herramientas y por los post-its a la pila de cosas que nunca se usaban. Y ahí viene Juan por vez segunda a topar con pared, tanto con la de concreto como con la pared más bien figurativa que era el hecho, ya sospechado por él aun en su somnolencia, de que la cinta métrica tampoco dio señales de poder aprehender el tamaño de Tiempecito.
—No, ¡así esto no se va a poder! —inició Juan una explicación, que aquí el de las explicaciones, las buenas, las malas, las que parecen más justificación que genuina explicación, es siempre Juan—. Si a medir a Tiempecito es a lo que aspiramos, lo que necesitamos sería… pues fíjense como ni yendo ahora mismo a comprar un cronómetro saldríamos del apuro, y no porque no sean estas horas de comprar cronómetros, sino porque ya no son horas, ya no son años de cronometrar nada. No, el cronómetro, en todo caso, habríamos de habérselo dado a la doctora o a uno de los enfermeros con una notita que dijera
«Por favor échenlo a andar en el instante mismo en que nazca nuestro hijo»
(mas cómo íbamos a saber que nuestro hijo iba a ser el mismísimo Tiempo), y luego de alguna forma habérnoslas arreglado para que el susodicho cronómetro no dejara de correr nunca. Y no sé ustedes pero yo no creo que haya ningún cronómetro al que le dure tanto la batería o que esté siquiera preparado para cronometrar tiempos tan grandulones como Tiempecito. Lo que necesitaríamos, decía, no es una cinta métrica sino una cinta temporal. Tendría uno de nosotros que agarrar un extremo de la cinta temporal y pararse con los pies bien puestos en el instante presente, de tal forma que otro de nosotros pudiera tomar el extremo restante y extender la cinta por todo Tiempecito, cuan largo es, hasta llegar no digo a sus pies sino a su comienzo. Solo entonces, quien sea que se haya quedado en el presente podría mirar la cinta temporal y anunciar: «Tiempecito mide cuatro años con diez meses con catorce días con diecisiete horas con treinta y tres minutos con veintiún segundos con cinco décimas de segundo con siete centésimas de segundo con dos milésimas de segundo con…». Claro que, siendo ustedes poseedores de la perspicacia característica de la familia, estarán ya intuyendo que hay en este proceder un inconveniente no del todo despreciable. Pues supongamos que la operación aquella de extender la cinta temporal por todo el largo de Tiempecito, desde el momento presente hasta el momento impresente de su nacimiento, nos toma, por decir cualquier número, quince segundos. Lo cual es lo mismo que decir, estarán de acuerdo, que entre que empezamos y terminamos de medir Tiempecito creció quince segundos. Tendríamos que nuestra medición estaría quince segundos por debajo de su verdadera estatura. Lo correcto sería, por lo tanto, que quien hiciera el anuncio dijera: «Tiempecito mide cuatro años con diez meses con etcétera, etcétera, etcétera, más los quince segundos que nos llevó hacer la medición». Pero que ni siquiera así se acaban los problemas, ¿cierto? Algún tiempo toma, no importa cuánto en realidad, algún tiempo se necesita para vociferar esas palabras. Así que el anuncio debería ser más bien: «Tiempecito mide cuatro años con etcétera, etcétera, etcétera, más los quince segundos que tomó hacer la medición, más los veinte segundos que tomó hacer este anunció, más los tres segundos que tomó decir la oración aclaratoria anterior, más los tres segundos que tomó decir esta segunda oración aclaratoria, más los tres segundos que tomó decir esta tercera oración aclaratoria, más…». Y ya se ve, ya van viendo cómo se nos convertiría ello en un cuento de nunca acabar. Aunque recién se me ocurre que el cronómetro podría, a fin de cuentas, no ser tan inútil como pensábamos: si lo echamos a andar en cuanto iniciemos nuestro proceso de medición con la cinta temporal, al final bastaría decir «Tiempecito mide cuatro años con etcétera, etcétera, etcétera, más lo que el cronómetro», que por supuesto seguiría corriendo, «más lo que el cronómetro está marcando ahora mismo». Todo con lo cual estoy intentando explicar que jamás nos va a ser posible escribir ningún número en los post-its y proclamar «El número que está aquí escrito es lo que mide Tiempecito en este preciso instante».
—¿Y en verdad hace falta tantísima exactitud, Juan? ¿No basta acaso con decir que nuestro hijo mide 4 años con 10 meses y 14 días? ¿Qué provecho sacamos de todo lo demás?
A nada quedó Juan de increpar la resignación de su esposa, mas, como advirtió que Tiempecito concordaba con la propuesta de su madre, contuvo el impulso y se limitó a escribir en un post-it lo que Mariana había indicado.
—Te faltó la fecha, Juan.
—Ya lo sé. Es que solo tenemos post-its de los más chiquitos. Aquí no cabe ya ninguna fecha.
Bastante se habían apartado del procedimiento retratado por la película como para omitir aún el requisito de la fecha adjunta a cada medición. Y dado que lo que leyó el matrimonio no fueron mis palabras sino la mirada de su hijo, que con mayor claridad expresó el mismo sentimiento, pusieron gustosos a trabajar a su creatividad, por no decir que a su frugalidad, una última vez.
Y allá va Juan a buscar una alternativa a la pila de alternativas. Como el sueño ya estaba pudiendo con él, no quiso hurgar de más y tomó la que estaba más a la mano: pedirle prestado su calendario a la pared de la cocina, transferirlo a la antes referida pared que mediaba entre los cuartos de Tiempecito y de los esposos y una vez ahí, no sin antes reclamarle a Mariana que si ya estamos a mediados de abril por qué sigue este calendario en febrero, cambiar pues la página a la de abril y pegar el post-it en la celda con el número veintidós, fecha de aquel memorioso día, convenientemente diseñada para que en ella cupiera un post-it «de los chiquitos».
—Ahí está —sentenció Juan, al tiempo que dejaba salir un bostezo de consumación—, lugar y fecha en una misma medición… quiero decir —corrigió—, medición y fecha en un mismo lugar, como siempre quisimos. Y ahora, vámonos a permutar, para no dormir siguiendo las palabras… Vámonos a dormir, para no seguir permutando las palabras.
Desde luego que aquello no fue el final de sus problemas de medición. Los calendarios, reconociéranlo en ese momento o no, eran una solución provisional. Eran, en las dos posibles acepciones de la expresión, una medida temporal. Así que, mientras ellos gozan de unas bien ganadas horas de sueño, ¿por qué no aprovechar nosotros el respiro para rescatar la conversación del punto aquel en que la arrumbamos antes de narrar este episodio?. Episodio que, dicho sea de paso, nada tiene de peculiar cuando se le compara con el resto de los sucesos que colmaban su vida familiar (y a este respecto, más adelante veremos, y explicaremos, como a Mariana y compañía les estaban vedados los placeres del ocio y la monotonía de la costumbre).
Pues bien, no hace mucho decíamos que a Mariana le inquietó por un tiempo la idea de que Tiempecito crecería tanto, y tan aprisa, que el espacio terminaría por serles insuficiente. Y entiéndase por «espacio» en verdad el Espacio, todo él, no solo el delimitado por las paredes de su hogar. «Habrá que mandar a agrandar el universo, que ya no tarda en quedarle chico a Tiempecito», pensaba. Confío, no obstante, en que Mariana duerme ahora aliviada de tales preocupaciones. Pues haya sido como haya sido, con pilas, con marquitas en la pared o con marquitas en post-its en calendarios en la pared, la experiencia de aquel domingo tornado ya en mañana de lunes terminó de evidenciar que Tiempecito, a diferencia de los hijos de los demás, no crecía en el Espacio. Faltábales únicamente comprender, pero ya no estaban lo suficientemente despiertos ni atentos, que si bien Tiempecito no crecía en el Espacio, solo en el Espacio, solo con el Espacio, se le podía medir. Por lo que aún cabría que, al despertar, sobreviviera en Mariana y en Juan un rastro de incertidumbre, «Vale, nos queda ahora clarísimo que nunca se nos va a acabar el Espacio para Tiempecito. Pero ¿qué hay del Espacio para medir a Tiempecito? ¿Puede ese Espacio acabársenos? Cuando llamemos a la Compañía Agrandadora para pedir que cancelen el agrandado de universo que habíamos mandado pedir, ¿tendremos que pedir en cambio que vengan a agrandarnos esta pared en la que registramos el crecimiento de Tiempecito?».
Adelantaré a este respecto, aunque solo brevemente ya que la pareja no tarda en despertar, que no serán el Juan y la Mariana que ahora duermen, sino la Mariana y el Juan de ocho años en el futuro quienes tendrán que lidiar con el desafío de la falta de Espacio para medir a Tiempecito. Que llegará en efecto un día, un primero de enero, podríamos decir para ser más precisos, en que tendrán, naturalmente, que comprar y pegar en la pared un segundo calendario, luego un tercer calendario, luego un cuarto, un quinto, un sexto, un séptimo, un octavo y luego un noveno que ya no cabrá en la pared. Y para ese entonces no contarán ya con pila alguna a la cual acudir para salir del apuro. Quedarales solo su gusto por el cine, como fuente de entretenimiento (que no de distracción), pero, sobre todo, como fuente de inspiración.
—¿Te acuerdas, Juan? Yo sí. Tuvo que haber sido una señal. ¿Recuerdas aquella película que vimos no hace mucho y que a mí me encantó, aunque a ti no tanto? ¿Qué fue, Juan? Acuérdate. ¿Qué fue lo que ese tristísimo señor en la película hizo cuando se quiso evidenciar a sí mismo el paso del tiempo? Por supuesto que cuando es un adulto y no un niño (o los padres de un niño) quien tal propósito se plantea, no tendría sentido que se hicieran marquitas en la pared para ir registrando su altura. Ya muy bien lo has dicho tú: los adultos no crecemos. Bueno, no fue así como lo dijiste. Además, crecer, sí crecemos. Lo que quiero decir es que no nos hacemos más grandes, nuestra estatura no cambia o no cambia casi nada. Así, nosotros podríamos jugar a ser niños y marcar nuestra altura en la pared una vez por semana, cada domingo, o una vez por mes, cada día primero, incluso una única vez al año, en nuestro cumpleaños, o con la frecuencia que se nos antojara. El resultado sería el mismo: un montón de rayitas amontonadas en un mismo lugar de la pared, una mancha sin ton ni son ni significación alguna. Llega pues un tiempo, Juan, tiempo con te minúscula, llega un tiempo, para los entes concretos como tú, yo o aquel ficticio señor de la película que te contaba, en que nuestra estatura no es más un testimonio del irreversible transcurrir del tiempo. Y me parece que ese tiempo ya le llegó a nuestro Tiempecito, Tiempecito con Te mayúscula. A su manera, claro está, no me veas así. Ya sé que nuestro hijo no es ni de cerca un adulto y sé también que estatura, lo que se dice estatura, no tiene. Pero no me cambies el tema. ¿Qué fue entonces lo que el recluido hombre de la película hizo? Si no de su altura, ¿con referencia a qué hizo sus marquitas en la pared? Porque marquitas, marcas, las hizo. Acuérdate, Juan. Acuérdate porque ahí yace la solución a nuestros problemas. Está bien, tendré, como es costumbre, que darte yo misma la respuesta, porque la yo y el tú de ocho años en el pasado ya están a nada de despertarse y se nos acaba el tiempo para hablar de esto. Ya se ve que otra vez te has olvidado de las cosas importantes. El arrepentido señor también hizo, te decía, unas marcas en la pared, pero marcas que no eran reflejo ni de su altura ni de ninguna otra cualidad que de su cuerpo pudiera decirse. Marcas, óyelo bien, Juan, que se contaban a sí mismas. Es decir: puede ser que el señor haya empezado haciendo una marca cada día, pero luego, tarde o temprano, tenlo por seguro, se le habrá olvidado hacer la respectiva marca. Y al siguiente día habrá caído en cuenta de su olvido y se habrá amonestado, «Hoy tendré que hacer dos marcas en la pared para que mi cuenta esté al corriente». El mismo error, pienso, iríase repitiendo con cada vez mayor frecuencia, a tal grado que en algún momento, llegada la hora del ritual, habrá dudado. «La marca de ayer ¿la hice o no la hice? ¿Y la de antier?». ¿Y qué otra opción le habrá quedado más que fiarse de una corazonada para decidir si debía hacer una, dos o tres marcas? O, mejor aún, se habrá dado cuenta de que en cualquier caso el tren de la exactitud, como a ti y a mí, Juan, ya se le había ido, de que nunca podría volver a estar seguro de si su cuenta de días era correcta o incorrecta. Se habrá dicho «Ya qué más da» y a partir de ahí habrá decidido hacer las marcas cada que le viniera en gana. Entonces las marcas no contaban ya el número de días que duraba su encierro. No: las marcas ya solo contaban el número de marcas que había hecho desde que empezó a hacer marcas. Pues yo digo que hagamos justo eso. Quitemos los ocho calendarios de esta pared. Démosle, si hace falta, una mano de pintura, que después no habrá otra. Y de aquí en adelante, Juan, hagamos marcas en la pared por el mero gusto de hacer marcas. No tiene que ser una marca al día. Hagámoslas cada que nos acordemos, cada que la ocasión así lo amerite, cada que el guión de nuestra película así lo demande. ¡Será la marca, Juan!, la marca y no el segundo, no el día, no el año solar ni lunar ni ninguno de sus múltiplos o submúltiplos, ni tampoco la pila, ni la estación, ni la sombra, ni el parpadeo, ni la vela, ni el radián, ni la pulsación, ni el grano de arena, ni el tic, ni el tac; no, Juan: será la marca, la marca en la pared, la marca en la mente, la marca en el Espacio, será la marca nuestra nueva unidad de medida del tiempo, Tiempo, Tiempecito. Y no habrá jamás que preocuparnos por la posibilidad de quedarnos sin Espacio para medir a Tiempecito. Ya lo ves, ¿verdad, Juan?, ya viste cómo el espacio más pequeño, con la suficiente creatividad, movimiento y humanidad, basta y sobra para medir el Tiempo más grande.
II
En la lista de quehaceres usuales de una pared cualquiera, encontramos mucho más que solo permitir que la gente le haga marcas, o que cuelguen y peguen en ella cuanta cosa se les ocurra. Las paredes, que no se nos olvide, oyen. Pero de nada les servirían sus habilidades auditivas si no fueran también capaces de hablar. Fue de hecho gracias a ellas y a su intrincado sistema de comunicaciones que, a kilómetros de distancia del hogar de nuestra familia protagonista, podían oírse conversaciones como «¿Se enteró? ¿Supo que Mariana y Juan tuvieron ya un hijo? ¡Con que ya sabía! Lo imaginaba. Lo que seguro usted no sabe, señora Pared, y deje que sea yo quien se lo cuente primero, es que su hijo es nada más ni nada menos que el mismísimo Tiempo. Ah, ¿no me cree? Pues vaya usted y… vaya usted y vealo con sus propios ojos. Y ya que lo haya comprobado, vaya luego a contárselo a todas sus amigas».
Los que se enteraban, por alguna persona o por alguna pared, y fueran o no allegados de la familia, no resistían las ganas de ir a ver si los rumores eran ciertos. «Disculpe, ¿es aquí la casa del Tiempo? ¿Podemos verle en persona? Ande, señora, señor, un momentito nomás. Si viera el largo viaje que tuvimos que hacer para llegar hasta aquí. Déjennos aunque sea cargarlo en brazos». Después eso ya no satisfizo a los curiosos. Empezaron a visitarle desde rincones cada vez más remotos del Espacio y a atribuirle a Tiempecito cualidades poco menos que irreales. «Buenas, jóven Tiempo, perdone usted las molestias. He venido a robarle, si me lo permite, dos marquitas de su tiempo. Yo la verdad es que estoy conciente de lo ocupado que está usted siempre, y hubiera preferido no haber tenido que recurrir a su ayuda, pero es que me han dicho que es usted, en toda su magnífica Temporalidad, el único que puede ayudarme con este sufrimiento que vengo cargando».
Todo lo cual, y con justa razón, dejaba a los padres del susodicho con un amargo sabor de boca.
—Nos lo quieren arrebatar, Juan. Quieren que Tiempecito deje de ser nuestro, tuyo y mío. Y no conformes con ello, ¿has oído cómo le dicen a nuestro hijo? Le hablan de usted, Juan, y no le dicen Tiempecito a Tiempecito. Ellos le dicen, ay, tápate los oídos, ellos le dicen…
Pues, como ocurre con un sin fin de parejas, y también con los más de los individuos, ni Mariana ni Juan tuvieron tiempo de darse cuenta de que su Tiempecito se les estaba convirtiendo en un Tiempo hecho y derecho. Si se percataron, fue solo cuando vino él, cuatro mil ciento cincuenta y ocho marcas después de los hechos relatados en el capítulo primero, a decirlo con todas sus letras: «De ahora en adelante, mamá, papá, nada de Tiempecito. Díganme Tiempo, cuando a mí me hablen, y el Tiempo cuando de mí hablen». Y mientras no recalibraron sus cuerdas vocales para que pudieran infundir la misma cantidad de cariño a la mitad de las sílabas, siguiéronse dando ocasiones en que a alguno de los dos, usualmente Mariana, se le salía un involuntario «Tiempecito». ¿Cómo entonces podrían haberle dicho que no a su propio hijo? ¿Con qué cara le hubieran pedido «Tiempo, por favor, pasa más tiempo con nosotros, que de tanto que te vas a ayudar a todo el mundo ya casi no te vemos»? ¿Cómo?, si el mismo Tiempo era incapaz de decirle que no a ninguno de los muchos creyentes que a él acudían.
Entregábase a todos por igual, en una permanente labor altruista. Si sus fieles le pedían «Por favor, señor Tiempo, haga las veces de maestro, funja de doctor, sea usted nuestro juez», el Tiempo iba gustoso a donde lo llamaban y hacía de maestro, de doctor y de juez; si le pedían que hiciera de absoluto o de relativo, hacía de absoluto y de relativo; si le pedían que hiciera de movimiento celeste, hacía de movimiento celeste; si le pedían que hiciera de finito o de infinito, hacía de finito y de infinito; si le pedían que hiciera de historiador, de abogado o de psicólogo, hacía de historiador, de abogado y de psicólogo; si le pedían que hiciera de inherente o accidental, hacía de inherente y de accidental; si le pedían que hiciera de mera ilusión, hacía de mera ilusión; si le pedían que hiciera de cardinal o de ordinal, hacía de cardinal y de ordinal; si le pedían que hiciera de filósofo, de astrónomo o de acompañante, hacía de filósofo, de astrónomo y de acompañante; si le pedían que hiciera de magnitud o de unidad, hacía de magnitud y de unidad; si le pedían que hiciera de condición formal a priori, hacía de condición formal a priori; si le pedían que hiciera de rígido o de flexible, hacía de rígido y de flexible; si le pedían que hiciera de amigo, de compositor o de humanista, hacía de amigo, de compositor y de humanista; si le pedían que hiciera de línea o de circulo, hacía de línea y de círculo; si le pedían que hiciera de imagen móvil de la eternidad, hacía de imagen móvil de la eternidad; si le pedían que hiciera de discreto o de continuo, hacía de discreto y de continuo; si le pedían que hiciera de confidente, de matemático o de economista, hacía de confidente, de matemático y de economista; si le pedían que hiciera de medio o de fin, hacía de medio y de fin.
Pero si alguien le pedía que por favor hiciera de hijo entregado a su familia, si alguien, digamos Mariana, digamos Juan, digamos los dos a la vez, querían tenerle para ellos y solo para ellos, si alguien tenía tal atrevimiento, tal egoísmo, entonces hacía de compungido y se excusaba «Lo siento mucho, padre, madre, en esta ocasión no puedo acompañarlos a ver la película que con tanto esfuerzo y cariño han elegido, antes me comprometí a acompañar a la señora Ortiz en su duelo por la reciente pérdida de su padre»; si alguien luego le preguntaba que quién era la tal señora Ortiz y que si era acaso más importante ella que su propia familia, hacía de conciliador y contestaba que no: no era más ni tampoco menos, y que en a lo mucho diez marcas, lo juraba, les repondría el tiempo perdido; y si veinte marcas después alguien le cuestionaba «Ahora sí te quedas con nosotros, ¿verdad, hijo?, ¿no?, ¿pero a dónde vas?, ¿quién te llama?, ¿otra vez la dichosa señora Ortiz?, y si no ella ¿entonces quién, hijo?, ¿a quién se le murió alguien?, ¿a quién le han roto ahora el corazón?, ay, hijo, ¿a quién le falta el valor para hacer lo que ya sabe que tiene que hacer?, ¿quién es ahora el que no puede olvidar?, ¿quién es ahora el que no puede recordar?, ¿o es en cambio alguien que no puede decidir?, ¿alguien que no puede entender?, ¿quién, hijo?, dime quién, Tiempo, para que yo misma vaya a verlo y le diga, cara a cara, que dejen ya en paz a mi hijo y que resuelvan ellos, gente desidiosa, gente ociosa, gente pretextosa, sus propios problemas, ¿y hasta cuándo, Tiempecito mío?, perdón, Tiempo, ¿hasta cuándo, Tiempo mío?, no, no te estoy preguntando que cuándo vas regresar, te pregunto que hasta cuándo va a llegar el momento en que termines de socorrer a la humanidad entera»; si alguien, pues, le reclamaba todo eso, el Tiempo prefería hacerse el desentendido y no responder, confiando en que sus padres, transcurrido el tiempo que hiciera falta, entenderían.
—Y ahora, ¿qué vamos hacer? Tenemos cada vez menos Tiempo para nosotros dos —se lamentaba, a veces Juan, a veces Mariana, tan pronto como se marchaba el Tiempo y les dejaba a los dos solos.
—Es cierto, pero asimismo tenemos cada vez más tiempo para nosotros dos —le consolaba enseguida, a veces la una al otro, a veces el otro a la una.
Consuelo este que tan efectivo no debió haber sido, viendo cómo la pregunta se empeñaba en resurgir en boca de alguno de los dos. En verdad era el «¿Qué hacemos?» una pregunta nueva para ellos. Puesto que en la época en que las paredes todavía no le iban con el chisme a medio mundo, y podían los tres integrantes de la familia pasar la mayor parte de su tiempo juntos, hubo siempre algo que hacer. Y en el muy extraño caso en que no lo hubiera, se lo inventaban, como si tener algo que hacer fuera una cuestión de vida o muerte.
Aunque, en cierto modo, sí era una cuestión de vida o muerte. Así lo habían entendido desde muy temprano. «Los demás pueden hacer con su tiempo lo que les venga en gana; nosotros, Juan, como padres del Tiempo, estamos en cambio obligados a otorgar la misma envergadura a cada instante de nuestras existencias. Conducirnos de otro modo sería un acto de filicidio».
Los otros, nos-otros, que no tuvimos que engendrar ni criar al mismísimo Tiempo, solemos tener recuerdos más vívidos que otros. Tenemos incluso olvidos más hondos que otros olvidos. ¿O podemos negar acaso que haya para nosotros tiempos, tanto pasados como futuros, que gozan de un lugar privilegiado en la memoria o en las expectativas? Y, sea por una elección consciente o no, ¿no hay asimismo tiempos a los que privamos de toda oportunidad de tornar en recuerdos; tiempos que, como a los peores tragos, apuramos tanto como nos es posible; tiempos que preferiríamos que no llegaran jamás? Los hay, claro que los hay. Cosa que si en nosotros es por completo natural, cosa que si en nosotros es hasta necesaria para que nos sea llevadero nuestro temporal paso por este mundo, en Mariana y en Juan era inconcebible. Por lo que en ninguna ocasión, ni siquiera en los tiempos previos a la instauración de la marca como medida única del Tiempo, se les oyeron frases, tan cotidianas para otros, como «¿Qué pasa con enero, Juan, que parece que jamás se va a ir para dejar que llegue febrero?», ni tampoco «Deberían agregar un tercer y hasta un cuarto día al fin de semana, para que no se pase volando». Una percepción de la duración como la suya, libre de cualquier rastro de elasticidad, era, creían, la mayor muestra del amor que a su hijo le profesaban: diez marcas debían sentirse siempre como diez marcas, nunca más, nunca menos.
El motivo era el mismo por el cual, cada que alguien cuestionaba a Mariana o a Juan sobre su parte favorita de un libro, de alguna canción o de tal o cual película, su respuesta era invariablemente algo cercano a «¿Mi parte favorita? Cada “parte”, como usted la llama, me es igual de gratificante, cada parte despierta en mí los mismos sentimientos, buenos o malos. Ahora que, si se empeña en sacar de mí una respuesta, y dado que no ha dicho usted qué tan grande o qué tan chica tenía que ser la tal parte, diré que mi parte favorita es el todo». Y si no ocurría para los tiempos adentro del Tiempo, los tiempos artificiales de la literatura, la música o el cine, tampoco en el Tiempo de verdad, tampoco en su hijo había partes favoritas. Su amor por el Tiempo, amor a fin de cuentas paternal, era absoluto.
¿Significaba esto que no pudieran voltear al pasado y verlo con nostalgia? ¿O que no pudieran sentirse esperanzados sobre el futuro? No, por supuesto que podían: la ausencia de tales emociones no es sinónimo de amor, sino de flagrante indiferencia por el Tiempo. Experimentaban la nostalgia y la esperanza, sí, mas ninguna de las dos podía serle exclusiva a uno u otro tiempo. Debían, pues, para no concentrar sus pasiones en una sola porción del Tiempo, sentir nostalgia por el pasado y nostalgia por el futuro, así como esperanza por el futuro y esperanza por el pasado, a partes iguales.
Lo que ciertamente sí les estaba prohibido eran la anticipación y la impaciencia, junto con todo lo que se les pareciera. Esperar algo con ansias, desear que una experiencia desagradable pasara de largo: eran estas dos caras de una misma moneda que no tenía cabida en su hogar y cuyo uso hubiese equivalido a intentar moldear a su hijo a la conveniencia de ellos dos, a no aceptar al Tiempo tal cual era.
Para acabar pronto (frase esta última, por cierto, una de muchas que estaban vedadas de su vocabulario), Mariana y Juan no podían aburrirse de pronto y matar el tiempo haciendo cualquier cosa. Cada acción, y también cada inacción, debía involucrar a la totalidad de sus personas.
Pero lejana estaba ya la infancia de su hijo, y con ella las marcas en que ese estilo de vida les era natural, y no, como ahora, un esfuerzo consciente.
—Salgamos un rato, Juan —proponía Mariana—. Que él no esté con nosotros, que él se haya ido a quién sabe dónde a ayudar a quién sabe quién con ve a saber tú qué problema, no significa que tú y yo podamos quedarnos aquí tumbados sin hacer nada. Ándale, despabílate, ponte un suéter y vámonos. ¿Adónde? No importa adónde. Vamos, si quieres, al parque. Como, ¿te acuerdas?, como cuando éramos novios. Y ya estando ahí podemos hacer lo que sea. Podemos incluso quedarnos sentados en el primer banco que encontremos, viendo pasar a los niños, viendo pasar a los viejos, viendo pasar a los perros, los gatos, las ardillas y todos los otros animalitos y animalitas, viendo pasar al viento, viendo pasar la luz del sol. Todo, Juan, absolutamente todo menos quedarnos aquí viendo pasar el tiempo.
Y ahí los tienes a los dos, como niños otra vez, inventándose qué hacer con su recién adquirido Tiempo libre. Mariana se entregó a los pasatiempos de su juventud, que la recibieron con brazos abiertos. «Ay, Marianita, ¿dónde te nos habías metido?», le dijeron, «Está bien, queridísima Mariana, está bien: no te guardamos resentimiento. Aquí estamos y estaremos para ti cuando nos necesites, pero no nos vuelvas a dejar, hazte siempre un tiempo para nosotros». Juan, por su lado, como no podía esculcar en su pasado para encontrar pasatiempos olvidados, y como Mariana no le permitió que remedara los de ella, «No, Juan. No me copies, que de eso ya tuve suficiente en la escuela», tuvo entonces que inventarse los suyos propios. En todo caso, Mariana retomó la pintura, mientras que Juan, que andaba más bien buscando que alguien le dijera exactamente qué hacer, optó por la papiroflexia. Entregáronse ambos a su respectivo pasatiempo con la misma entereza que antes describíamos. Juan llegó incluso a desprenderse de los manuales de papiroflexia y sacó provecho de su privilegiada intuición espacial haciendo sus primeros, y nada despreciables, intentos de crear él mismo sus propios modelos de papel.
Todo lo cual por un buen tiempo les fue más que suficiente para llenar los huecos que dejaban las ausencias del Tiempo, ausencias que, sin embargo, fuéronse haciendo cada vez más largas (o, habríamos de decir en vistas de lo aprendido en el capítulo primero, fuéronse haciendo cada vez más duraderas). Y si bien no diremos que la pareja empezaba a aburrirse de sus pasatiempos, bien sabido es que, por grande que sea la pasión, como lo eran las de Mariana y Juan, mucho de lo mismo nunca le hizo bien a ningún alma.
—Está bien, Juan —dijo Mariana en una ocasión—, voy a hacer una excepción, por única vez, y te voy a permitir que me copies. A cambio, tendrás que dejar que te copie yo a ti.
Cada cual instruyó al otro en su respectiva disciplina. Primero, Juan y Mariana fueron maestro y alumna, respectivamente, de papiroflexia. En seguida fueron, Mariana y Juan, maestra y alumno de pintura. Y cuando hubieron finalizado las dos etapas de enseñanza y aprendizaje, tenían ya cuatro formas de pasar su tiempo: podían elegir entre pintar los dos juntos, los dos hacer papiroflexia al mismo tiempo, pintar Juan mientras Mariana plegaba papel o, como antaño, pintar Mariana mientras Juan plegaba. Acababan así de concebir un método para, en las condiciones adecuadas, cuadruplicar el valor de cualquier inversión de tiempo que hicieran, método que se convirtió en su pan de cada marca.
Así que, más tarde, cuando Mariana, que empezaba a sentir el peso de la Pregunta sobre sus hombros, puso la idea sobre la mesa, «Ahora, Juan, para variar un poco, aprendamos un nuevo idioma», y Juan respondió con un sí sin rastro alguno de desidia (los padres del Tiempo no tienen tiempo de pensar las cosas más de una vez), ya sabían muy bien a qué le estaban apostando. Ya sabían que fingirían un desacuerdo que les forzara a tomar caminos de aprendizaje separados, que Juan se inscribiría en un curso intensivo de árabe mientras que Mariana se conseguiría un profesor particular de ruso. Como sabían también que cuando el tiempo de estudio rindiera sus frutos y hablaran cada cual su segundo idioma con la misma naturalidad con que hablaban el español, sería Juan, sintiendo ahora él el peso de la Pregunta, quien diría algo como «Habrá que intercambiar de idioma. ¿Cuál es el número de teléfono de aquel profesor de ruso?». Y sabían que le tocaría a Mariana responder «No hace falta, Juan. Enseñémonos, de nueva cuenta, el uno al otro. ¿O es que ya te olvidaste de lo bien que nos funcionó la última vez?».
Pero ¿y luego qué? Luego de que hubieran leído y releído los más arcanos diccionarios de su segunda y tercera lengua, luego de que, aun prescindiendo del español, pudieran elegir, para comunicarse, de entre cuatro posibles combinaciones de idiomas (aunque, para mayor comodidad de todos, seguiremos escribiendo sus diálogos en español): árabe-ruso, ruso-árabe, ruso-ruso, árabe-árabe, ¿luego qué? «Ya veremos, Juan, ya veremos. Todo a su tiempo. Para eso faltan todavía tantísimas marcas, y recuerda que no podemos anticiparnos. Ya lidiaremos con la Pregunta cuando llegue el momento». Y el momento, que ciertamente se tomaba su tiempo, llegó, llegaba de cuando en cuando, pero a ellos todavía no se les acababan las respuestas, por no decir las prórrogas.
—Me parece —dijo Juan, en un impecable ruso— que ya viene siendo hora de cambiar de aires y hacer un largo, largo viaje.
—¿Adónde? —preguntó Mariana en un impecable árabe.
—No importa adónde —respondió, orgulloso de lo lapidario de su contestación. Aunque bien sabemos nosotros que la frase es de la autoría de Mariana, quien antes (¿cuánto antes?) la había usado, en impecable español y en análogas circunstancias.
Tras las respectivas despedidas, «Nos vemos aquí en casa dentro de cincuenta marcas», «Que mejor sean cien, con cincuenta marcas no alcanza para conocer nada», viajaron, primero, por separado. Y tan poco importaba realmente el adónde que diremos únicamente que Mariana viajó al destino A mientras Juan visitaba el destino B. ¿Qué tanta falta hace decir, a estas alturas, que cuando hubo transcurrido el plazo acordado se reunió la pareja, por un muy breve periodo, en su hogar; que hicieron cien marcas en la pared para posteriormente intercambiar destinos y viajar ahora Mariana a B y Juan a A; que luego viajaron los dos juntos a A y finalmente fueron juntos también a B? Pues si hacía falta decirlo, ya lo dijimos, y lo dijimos porque así fue en verdad como procedieron, así era como se gastaban ellos su tiempo, haciéndolo todo cuatro veces.
Y entre tanto, ¿el Tiempo dónde andaba? ¿No dejó aviso de adónde se iba? ¿No dejó siquiera un recado, una nota en el refrigerador, un post-it en la pared? ¿Y cuándo crees tú que regrese? Con fingida convicción se decían entonces que «No importa. Puede Tiempecito, sí, ¡Tiempecito!, que al fin no está aquí para regañarnos por decirle Tiempecito, puede Tiempecito venir a vernos cuando él quiera. No importa cuándo. Igual estamos muy ocupados con la pintura y con la papiroflexia, con el ruso y con el árabe, viajando a A y viajando a B», sabiendo muy bien que ese estar ocupados se les iba a acabar, y cuando eso pasara ahí iba a estar esperándoles la mortal Pregunta.
Antes, mucho antes que la determinación de las almas, comenzó a menguar el ímpetu de los cuerpos. Por lo que su redescubierta pasión, que como veníamos diciendo no podía durarles para toda la vida, al menos no en la misma intensidad y forma, fue tornando en parsimonia, en paciencia. No en la paciencia de quien sabe esperar, no en la paciencia de quien sabe padecer, de quien sabe sobrellevar, no solo esas paciencias sino la paciencia, única acepción posible para los padres del Tiempo, de quien sabe amar.
Cuando los alcanzó entonces esa fase de la vida en que ya ni los perros ni las personas están como para andar aprendiendo nuevos trucos, como para andarlo viviendo todo cuatro veces, ellos, que todavía se sentían en la flor de la edad, se dieron al hábito de prolongar todo cuanto hacían tanto como fuera humanamente posible. Si aquello lo hacían de forma consciente, «¿Y si en lugar de multiplicar por cuatro el número de veces que hacemos una misma cosa, multiplicamos por cinco, por seis, por siete, por un número tan grande como queramos, el tiempo que tardamos en hacer cada cosa?», o era mero instinto de supervivencia, no estoy yo en condiciones de saberlo ni pretenderé tampoco adivinarlo. De lo que sí podemos hablar en cambio, a manera de ejemplo, es de cómo sus sobremesas, al igual que muchas otras de sus actividades, se fueron extendiendo a extremos tales que, en no pocas ocasiones, la sobremesa del desayuno terminaba convirtiéndose en la antemesa de la cena.
Y no faltaron quienes, al advertir esas parsimoniosas tendencias en su comportamiento, comenzaron a tildar a Mariana y a Juan de ociosos, de holgazanes y hasta de inmorales. «Vealos nada más, señora Pared, ¡vealos! Hace cuánto que acabaron de comer y ahí siguen todavía sentados. Esos dos ya no saben ni qué hacer con su tiempo», «¿No saben qué hacer con su tiempo con te minúscula o con su Tiempo con Te mayúscula, señora humana?», «Pues minúscula y también mayúscula, señora Pared. Vaya usted a saber dónde andará ahorita su hijo, que ni a las sobremesas ni a las mesas a secas los acompaña». A ellos dos, sin embargo, les tenía sin mayor cuidado el qué dirán.
—No hagas caso, Juan, que de nosotros hablen lo que quieran hablar. Es hecho conocido, recuérdalo, que para juzgar a los demás suele servirse la gente, primordialmente, de dos pretextos: lo que el prójimo hace de su tiempo y lo que el prójimo hace de sus hijos, que en ti y en mí vienen a ser una misma cosa.
Así, ya librados de toda pena, se dijeron que cómo era posible que aquel prefijo tan excepcional, capaz de extender la duración de las cosas más placenteras y cotidianas de la vida, le estuviera reservado a la mesa. Así que hicieron un listado de todas las palabras que había en la casa, empezando por, pero no limitándose a las que designaban muebles, y a cada una de ellas le pusieron un «sobre» al principio. Y ya no hubo en sus tiempos libres solo sobremesas, sino también sobresillones, sobrecamas, sobrebaños, sobreestufas, sobretelevisiones, sobrelavamanos, sobrearmarios, sobresillas, sobrelavadoras, sobrepelículas, sobrepaseos, sobrecanciones, sobrecafés, sobrepláticas, sobrecompras, sobresueños, sobrerisas, sobreparques, sobrefiestas, sobrepostres, sobrebailes, sobreviajes, sobreabrazos, sobrepensamientos, sobresaltos, sobretodos, sobrenombres, sobresdrújulas, sobrecogimientos, sobreestimaciones, sobredichos, sobreavisonohayengaños, sobreactuaciones, sobreentendidos… En fin, nos hacemos ya a la idea: todo lo que era propenso de prolongarse en el tiempo lo prolongaban; y si no era propenso, pues lo propensaban primero y luego lo prolongaban.
Cuando hablaban, y cuánto hablaban, fingían a veces que no se escuchaban, «¿Cómo dices, Juan?», para forzar al otro a repetir lo que acaba de decir. Dormían tanto como sus cuerpos les permitían, y llegaron incluso a incluir un espacio en sus agendas para una segunda y hasta tercera siesta. Veían las películas más largas que encontraban, bien que después descubrieron que cualquier película, por corta o larga, podía volverse una sustanciosa inversión de tiempo si en lugar de verla en casa la veían en algún cine y si, ya en esas, en lugar de verla en su cine más cercano iban a verla a un cine en el otro extremo del Espacio. Cuando jugaban ajedrez, damas inglesas, damas chinas o cualquier otro juego que los enfrentara el uno contra el otro, y alguno de los dos descubría que tenía en sus manos la jugada que le garantizaba la victoria, se decantaba por una totalmente diferente que les permitiera seguir jugando (mientras el otro, desde luego, se hacía de la vista gorda). Todo con tal, decíamos, de que los eventos duraran más de lo que de otro modo durarían. Todo con tal de que no viniera de improvisto a tocar a su puerta, como si de la Muerte con su guadaña se tratara, y los sorprendiera sin respuesta la famosa Pregunta del «¿Qué vamos a hacer?».
Pues la Pregunta, en efecto, de cuando en cuando invadía la intimidad de su hogar para hacer visitas de reconocimiento.
—Juan, Mariana, qué gusto me da verlos de nuevo. ¿Cómo han estado? Disculparán que venga a visitarlos sin haberme antes anunciado. Pero ustedes, mejor que nadie, comprenderán que no me está permitido dar avisos previos a mis visitas.
—No tiene de qué disculparse, señora Pregunta, sus visitas no nos causan molestia alguna, ¿verdad, Juan? Pase, por favor, acompáñenos a la sobremesa.
—¿Sobremesa del desayuno, de la comida, de la cena? Que con ustedes una ya nunca sabe.
—Del desayuno, señora Pregunta, del desayuno. Todavía podemos ofrecerle una taza de café.
—Agradezco, como siempre, su cordialidad, Mariana, Juan. Habrían de ver la de tratos que recibo en otras casas. En fin, saben que no vengo a verlos solo para disfrutar de su agradable compañía, saben que en realidad estoy aquí por un único propósito. Pero antes, si disculpan mi curiosidad y me permiten la pregunta, ¿dónde está el Tiempo? ¿No los acompaña? Hace ya tanto que no tengo el gusto de verlo.
—Claro que le permitimos la pregunta, señora Pregunta, faltaba más. Nuestro hijo se fue de viaje.
—¿Adónde?
—Muy lejos. A ayudar a las gentes en unas tierras olvidadas por el tiempo. Así se la vive últimamente.
—Deben estar ustedes orgullosos. Han criado un Tiempo como ningún otro.
—En verdad lo estamos.
—Pues bien, acabemos de una vez por todas con el trámite y así volvemos cada cual a nuestros asuntos. Ha llegado la hora de la Pregunta. Díganme: ¿cuáles son sus planes para hoy?
—¿Hora?, ¿hoy?
—Discúlpame, Mariana. Por un instante he olvidado que ustedes ya no usan… Lo que quise decir es que ha llegado el momento de responder la pregunta de siempre, la que ya bien conocen. ¿Qué harán más tarde?, dentro de, digamos, cuatro o cinco marcas.
—Más tarde… más tarde, yo creo que seguiremos aquí sentados.
—¿Eso es todo?
—Es todo, señora Pregunta.
—Eso que noto en tu voz, Mariana, ¿es acaso un vestigio de indecisión?
—No, señora Pregunta, claro que no. Usted sabe que…
—¿Tengo acaso que recordarte que los padres del Tiempo no pueden darse el lujo de no hacer nada o, peor aún, matar el tiempo haciendo cualquier cosa?
—No, no hace falta que nos…
—Responde entonces mi pregunta. ¿Qué van a hacer?
—La verdad es que ya no sabemos.
—¿No saben? ¿No saben qué, Mariana? Si esa va a ser tu fatal respuesta, tendrás que decirlo con todas sus letras.
—Ya no sabemos… no sabemos qué vamos a hacer. Intentamos de todo, señora Pregunta, usted es testigo. Sabe que hicimos todo lo que amábamos hacer. E incluso, ¿por qué habríamos ya de negarlo?, hicimos muchas cosas que nos disgustaban, cosas de las que luego dijimos, que me perdone mi hijo donde quiera que esté, «Qué pérdida de Tiempo». Pues había que intentarlo todo al menos una vez, señora Pregunta. Pero nunca, dile, Juan, nunca hicimos nada a medias tintas. No, eso jamás. No se nos quedó ni una sola canción a medio escuchar, ninguna noche a medio dormir, ninguna cama a medio tender, ningún desayuno a medio comer, ninguna palabra a medio decir, ningún papel a medio plegar, ningún cuadro a medio pintar, ni ninguna lágrima a medio llorar. Nada hemos dejado a medio terminar. Pero, ay, señora Pregunta, le imploro que nos perdone, ya no encuentro, ya no encontramos más respuestas. Las hemos agotado todas. Ya no sé siquiera a dónde ir a buscarlas. No sé, y estoy consciente de las fatales implicaciones de mi respuesta, si quiero seguir buscando, si quiero seguir reinventándome a cada instante. ¿Y es acaso eso algo tan malo?
—¿Me haces, a mí ni más ni menos, una pregunta? Se te está olvidando quién soy yo. Me estás perdiendo el respeto, Mariana. Faltaría nada más que me empezaras a tutear. Yo no le respondo a nadie. Yo solo pregunto. Preguntaba. Porque a ustedes, par de asesinos, ya se les acabó el Tiempo. Y a ver si sufren más la falta de Respuestas que la falta de Pregunta.
Palabras más, palabras menos, así habló la Pregunta en su última visita. Y lo que después de la muerte del Tiempo acontece difícilmente podríamos relatarlo con un mínimo aceptable de precisión. Pues habrá quien, como Juan, comprenda que de lo que hay más allá de las fronteras del Tiempo nada puede ser dicho; que ni siquiera los padres del Tiempo pueden ingresar a aquellas regiones en que el antes y el después se confunden en una misma cosa, en una misma nada. Mas confío en que hay también quienes, como Mariana, no se resignan tan fácilmente a esa verdad, quienes saben que si nada puede ser dicho es porque las palabras siempre le han quedado chicas al Tiempo y en verdad habría que mandar a agrandar ya no el universo sino el lenguaje. Y por supuesto que incluso ellos, Mariana y Juan, se preguntarán, de cuando en cuando, si en verdad hubo un Tiempo antes de las marcas, si hubo un tiempo antes del Tiempo y si habrá uno después del Tiempo. Que si del tiempo previo al Tiempo nos quedan al menos, huidizos como ellos solos, los recuerdos, del tiempo posterior al Tiempo ¿qué evidencia tenemos?
—Pues que aquí seguimos, Juan. ¿Qué otra evidencia quieres? Vencido ha sido ya el Espacio; zanjada ha sido ya, para bien o para mal, la Pregunta; muerto ha sido ya nuestro queridísimo Tiempo; y, sin embargo, aquí seguimos todavía. Mírame, Juan, aquí sigo: yo, Mariana, con Eme mayúscula, de carne y hueso.