Luisito tripartito

I

Si es que nosotros, él y yo, hacemos bien nuestro trabajo, tendrá usted, muy estimado lector, una vez que haya dado término a la lectura de las palabras que marcarán el fin de esta historia, y aún después cuando esas palabras comiencen a surtir sus retardados efectos, al menos tres distintas impresiones de Luisito: primeramente, por supuesto, la que Luisito mismo tenga de sí; en segundo lugar, la que yo, humilde narrador primerizo, pueda externar en estas páginas;  y por último —aunque primera en verdadero orden de concebimiento—, la de él, creador del cuento, aquel que pone las ideas, las intuiciones, para que luego venga yo a poner las palabras. Al menos tres impresiones, decía, pues no nos sorprendería que, y de hecho así lo esperamos, sea usted capaz de moldearse la suya propia. Mas si a tanto aspiramos, imprescindible será que haga primero un par de aclaraciones, cuanto antes mejor. Que no fue poco el tiempo durante el cual tuvo él las intenciones de que, para no dar lugar a confusiones entre que si se está hablando de él o se está hablando de Luisito, fueran escritos los pronombres en este texto, cuando a él y no a Luisito hicieran referencia, con mayúscula. No será así como procederé, que para tintes religiosos ya tenemos suficiente con el peculiar trino que formamos Luisito, él y yo, y porque, a final de cuentas, aquí, frente a la imponencia del papel en blanco, el que manda soy yo y no él. De tal suerte que de los dos yo hablaré invariablemente en tercera persona, pero para referirme a Luisito escribiré siempre su nombre, Luisito, mientras que únicamente para referirme a él, autor, fraguador del destino de Luisito y, solo hasta cierto punto, también del mío, escribiré siempre él. Confío en que esto sea suficiente para ahorrarle a usted aquellas confusiones. 

Notación aparte, podemos de una vez por todas entrar en materia. Nació Luisito en el seno de una familia de siete integrantes: sus padres, el abuelo paterno, sus tres hermanos mayores y el propio Luisito. Tal condición de hermano menor parece imponerle la penuria de poseer la personalidad menos original de entre los miembros de la familia. Todo en Luisito, en efecto, se asemeja en gran medida, si no es que del todo lo replica, a algo que ya antes se hubo visto en alguno de sus parientes, en las ya muy vividas vidas de todos ellos. De tanto no se ha percatado Luisito, ¿cómo podría si es apenas un niño? Cuando lo haga, falta mucho para eso, pero cuando inevitablemente caiga en cuenta tendrá quizá que detener —o tan siquiera realentizarlo, que ese no se detiene— su discurrir por la vida para ponderar qué hay de todo lo que ha llamado suyo que sea auténticamente suyo. Las conclusiones que de ello obtenga no podrán alterar el hecho de que Luisito será siempre el mayor motivo de orgullo para su familia, y no porque sean sus acciones intrínsecamente merecedoras de más elogios que las de otros, es más bien que en ellas ven sus allegados un reflejo, fehaciente o no, de sí mismos. Si hubiera pues que dar al mundo una muestra de todo lo bueno y lo malo, de todo lo celebrado y lo olvidado, de lo vivido y lo soñado, de lo logrado y lo perdido, de los ires y venires que acarrean consigo los apellidos de la familia; si tal muestra precisara el mundo, una célula de Luisito bastaría y sobraría. Que quede, aun así, al interior de Luisito, algún recoveco para albergar una inesperada, desaforada originalidad que no esté peleada con aquel acervo familiar, ya lo veremos.

Tales son los orígenes de Luisito, o en todo caso, no está por demás decirlo, sus orígenes terrenales. Sí: antes de nacer Luisito tuvo que nacer la Idea de Luisito. Y no es esto querernos tornar platónicos ni mucho menos. Puesto que incluso si concedemos que la existencia mía y la de usted no empiezan si no hasta el momento de nuestro alumbramiento, que son por completo terrenales, la de Luisito no pudo más que haber surgido primero, en él, él que no es Luisito ni soy yo, como una mera idea. Me consta pues he sido yo quien ha tenido que tomar esa vaga idea suya, que habrá venido formándose en él por quién sabe cuánto tiempo, inspirada por quién sabe qué razones, y hacerme a la labor de convertirla en algo medianamente concreto, digno de ser escrito. No le aburro más con estos detalles. Imagino que apreciaría usted que no hable ya de la Idea de Luisito y platique en cambio de las ideas de Luisito, las que de Luisito nacen y no al revés. Así lo haré.

Pues bien, cierta mañana, mientras esperaba Luisito el inicio de las clases, veía una ventana —en verdad miraba la ventana y no solo a través de ella— y pensaba en lo mucho que esta le gustaba; más bien, pensaba en los pocos disgustos que le ocasionaba. Juicio un tanto extraño que ejercer sobre tan inconsecuente objeto, pero es que Luisito no podía afirmar lo mismo sobre otras ventanas, potencialmente más ambiguas para con su contemplador que la que en aquel momento observaba. Con otras ventanas, era el creer de Luisito, hace falta que uno pase una buena cantidad de tiempo, meses o años incluso, en uno u otro de los lados que divide el vidrio antes de ser capaz de ver las imágenes que en este se proyectan y decir, sin cometer errores, cuáles de ellas son imágenes de cosas que se encuentran fuera, al otro lado de la ventana, y cuáles de ellas no son más que reflejos de lo que hay dentro, de este lado de la ventana. Ya alguna vez se había soñado a sí mismo varado en medio de la nada del espacio exterior, de frente a una infinita ventana que le mostraba en una sola imagen todo lo que tenía delante y todo lo que tenía detrás. Veía Luisito, en el sueño, la totalidad del universo a la vez, bien que la mitad de ese todo era un reflejo en la descomunal ventana e imposible era distinguirle de la otra mitad. Aunque sin duda los hay, Luisito no podía concebir otro lugar en el que coexistieran y hasta se confundieran dos realidades tan ajenas la una a la otra, una interna y otra externa, como ocurre en las ventanas.

En esas andaba, agradecido, acaso inconscientemente, de que la ventana que en aquella mañana de agosto era el motor de su monólogo interno no le jugaría ese año ningún truco: sus imágenes ya de memoria se las sabía. Cierto que ese día comenzaba un nuevo ciclo escolar, cierto asimismo que no esperaba Luisito que este le deparara ningún cambio muy drástico. Todo pintaba exactamente igual a como había sido el año anterior: mismo salón, ¡mismas ventanas!, mismo pupitre, mismos compañeros y hasta la misma maestra. Más le hubiera valido a Luisito prever que las circunstancias —y en especial él, que a menudo se cree que puede más que ellas— sí que le tenían preparado al menos un par de importantes alteraciones al orden usual de las cosas. El primero de dichos cambios no tardó en advertirlo: había llegado al salón un nuevo alumno, que ya empezaba a hacer buenas migas con sus compañeros. El segundo fue menos obvio, que no para Luisito, por naturaleza más sensible a las ausencias que el común de los niños.

—Somos entonces veintitrés compañeros este año —dijo la maestra Alicia tras concluir la primera toma de lista del ciclo escolar.

Continuó sus palabras introductorias la profesora, como sería de esperar, con una presentación del nuevo compañero, de nombre Héctor, y con una invitación a todos a ser amigables con el recién llegado. En parte porque el nombre del nuevo alumno ya lo conocía, a fuerza de haberlo entreoído en las conversaciones que mantuvo Héctor con los compañeros tan pronto como entró al salón y en las que ya un sinfín de veces se había presentado; en parte porque la exhortación a mantener una conducta amable para con Héctor no le parecía necesaria si ya todos habían manifestado cierta fascinación por el nuevo compañero y su excentricidad; pero en mayor medida porque tan perceptivo es de las consecuencias como de las inconsecuencias y supo, de inmediato, las implicaciones que encerraba aquel conteo de niños cuyos resultados anunció la maestra, quedó fijada la atención de Luisito en ese primer comentario. En efecto, no podría Luisito haber olvidado que el año anterior el número de alumnos en el grupo era también veintitrés, y si la cifra no había variado ni con la llegada de Héctor, debía ser que este último sustituía a algún compañero o compañera que ya no lo era más.  

Nada simple es, en apariencia, la tarea de recontar veintidós caras, veintidós voces, veintidós almas con las que uno convivió en mayor o menor medida a lo largo de un año, contrastarlas después con las de los únicamente veintiún compañeros que volvían aquel día a hacer acto de presencia y dilucidar finalmente cuál de ellas es la faltante. Con todo, bastáronle a nuestro protagonista unos cuantos segundos para decir, decirse a sí mismo:

—Falta Ximena. 

Y seguiría faltando por siempre, así lo sentenciaban y lo agravaban las palabras de la maestra Alicia, tanto las que dijo como las que omitió. No recordaba Luisito haber escuchado, y en ello encontraba la confirmación de su teoría, que fuera Ximena nombrada durante la toma de lista. Tampoco, para mayor desconcierto suyo, mereció la ausente palabras de despedida como las de bienvenida que sí obtuvo Héctor.

II

Un reflejo, cuando no le acompaña alguna dosis de transparencia, nada tiene de insondable, nada nuevo tiene que decir. De ahí que mucho más interesante sea una ventana que un espejo. A esas conclusiones iba aproximándose la precoz —y debido a ello, todavía inocente— dialéctica de Luisito sobre los cuerpos que son diáfanos a la vez que reflejantes, y hubiera desde luego arribado a ellas de no haberse visto permanentemente interrumpida por la intrigante desaparición de Ximena. Doblemente intrigante, si se me permite la puntualización, pues no encontraba Luisito explicación ni para la ausencia en sí ni para la escasez de reacciones que esta produjo en sus compañeros. ¿Y qué más da?, me dirá usted, si la gente va y viene, acaso con mayor notoriedad a la edad de Luisito, durante la cual se cruza uno con tantos niños a los que años después no les sobrevive ni el asomo de un recuerdo. ¿Qué más da?, se hubiera muy bien podido decir de igual forma Luisito, para seguir pensando en ventanas, cuando era que nunca tuvo con la tal Ximena nada parecido a una estrecha amistad. En verdad sería impreciso decir que la añoranza fuera la primera emoción que experimentara Luisito tras aquel desafortunado descubrimiento. No, la primera emoción que su alma albergó —si es que las almas albergan emociones y no son todas ellas emociones, y si es que a aquello que originalmente sintió le podemos categorizar como una emoción y no como un impulso, como una atracción que ya tanto hemos acusado en Luisito hacia las cosas que para otros pasan desapercibidas— fue una genuina curiosidad. Claro que la curiosidad tornaría luego en toda clase de sentimientos, incluso en la desesperanza que no sintió cuando dijo «Falta Ximena». Pero antes, fue solo eso: una necesidad de saber, de explicarse el porqué. Si la cuestión es de legítima importancia o la importancia se la otorgó Luisito, cada quién lo decidirá. Yo me inclino a coincidir con el «¿Y qué más da?»; él le dirá que «sí da», que si no diera, que si relevante no fuera, no hubiera él decidido contar esta historia (llamarme a mí para que yo la contara). 

Impulsado entonces por la curiosidad, y habiendo comprobado que de puro reflexionar para sus adentros no iba a materializar ninguna respuesta, dictaminó Luisito que había llegado la hora de salir a buscarlas, las respuestas, en su exterior. Por mucho que postergó la decisión y su correspondiente acción tanto como pudo, fue más impetuosa el hambre de saber que la heredada tendencia a intentar solventar las dificultades, en especial las de la mente,  por cuenta propia, y un buen día finalmente preguntó a la maestra Alicia si sabía qué había pasado con la desaparecida compañera.

—Ya no va a venir, Luisito. Se habrá cambiado de escuela o se habrá mudado, no lo sé, pero ni siquiera se inscribió —fue todo lo que por respuesta obtuvo.

Por fortuna, Luisito no había dado por sentado que el misterio quedaría resuelto por una alumbradora y conclusiva contestación de la maestra. Se hubiera conformado con una simple pista o, mejor todavía, con un indicio de que no era el único propietario de sus preocupaciones, de que había allá afuera otra mente que, al igual que la suya, reconocía, sentía y se afectaba por la ausencia de Ximena. Nada de lo cual consiguió con las palabras de su maestra. Sin embargo, lejos estaba de la total desilusión y no perdió del todo la esperanza de que hubiera alguien que supiera o que quisiera saber. Quedaba, por ejemplo, preguntarle a aquel grupo de niñas que, recordaba Luisito, solían juntarse con Ximena. 

—A nosotras no nos dijo nada.

—¿Y ustedes no le preguntaron?  —respondió un decepcionado Luisito.

Descubrió entonces que las supuestas amigas no tuvieron nunca una manera de contactarse, fuera de la escuela, con Ximena, y si ella no les había contado que planeaba irse para no volver, era ahora imposible encontrarla y cuestionarla sobre los motivos de su partida. ¿Había Luisito sobrestimado la clase de amistad que Ximena mantenía con aquellas compañeras? Esa idea le apenaba. ¿Qué pensaría Ximena si de pronto decidiera volver y atestiguara que de las relaciones que trabajosamente había logrado formar tras cuatro años de escuela primaria no quedaba más que un tajante desinterés? Otra posibilidad —posibilidad que planteo yo mismo y no Luisito— es que Luisito haya dado por hecho que todas las amistades fueran como las suyas y que todos vieran en sus amigos lo que Luisito veía en los suyos. Pues es verdad que Luisito sabía dónde vivían sus más cercanos amigos (los visitaba a todos y ellos visitaban a Luisito), tenía sus números de teléfono y ellos tenían el de Luisito, conocía a sus padres y ellos conocían a los de Luisito (y también los padres se conocían entre ellos); en fin, que de haber sido el desaparecido uno de sus amigos, o incluso el propio Luisito, hubieran sobrado las alternativas para encontrar al ausente compañero y preguntarle, cara a cara,  «¿Ya no vas a volver? ¿Por qué? ¿No nos extrañas? Pero nos seguiremos viendo, ¿verdad? ¿O es que ya tienes mejores amigos en tu nueva escuela?»

¿O era más bien —le devuelvo la palabra a Luisito— que ya estaban todos  tan fascinados con Héctor como para darse tiempo de extrañar a Ximena? Así lo parecía: bastaba un Héctor cualquiera para que el mundo olvidara a sus Ximenas. Debía ser además que Héctor no pasaba por alto el género de sentimientos que su persona infundía en Luisito, siendo que mientras todos se esforzaban por agradar a Héctor  y Héctor se preocupaba a su vez por agradar todos, no hacía lo propio con Luisito. A Luisito, y solo a Luisito, le reservaba el caprichoso desdén de no usar su hipocorístico y dirigirse a nuestro protagonista usando ya no su nombre, sino —qué atrevimiento— sus dos nombres: Luis Daniel. Atrevimiento que ni siquiera yo, que conozco a Luisito solo en ideas y no en persona, me permito, más por respeto que por cariño. Cariño lo hay, no lo niego, pero el respeto viene primero, y mi posición de narrador no me pone por encima de Luisito ni me da derecho de llamarle de ningún otro modo que no sea ese: Luisito. Así le han llamado sus familiares desde el momento en que fue concebido, y si sus padres le pusieron un segundo nombre fue para honrar a un ilustre antepasado, no para que la gente lo usara indiscriminadamente con ánimos de denostar; así terminaron llamándole primero los más cercanos amigos y posteriormente el resto de sus compañeros y maestros; así se dice Luisito a sí mismo las no pocas ocasiones que para sus adentros habla; y así es como él lo ha conocido siempre, como Luisito. Atrevimiento aquel que, por cierto, tampoco se oyó nunca en boca de Ximena, con todo y que, como antes decía, en su relación con Luisito poco o nada había más allá de un estricto compañerismo. Contadas oportunidades tuvieron los dos, a lo largo del tiempo que compartieron en el mismo salón de clases, para intercambiar palabras, oportunidades que no podía Luisito recordar con la claridad que hubiera querido, y sin embargo reconocía que había en ellas una constante. «¿Hiciste la tarea, Luisito?». «¿Te enteraste, Luisito?». «¿Me prestas cinco pesos, Luisito?». Nunca un «Adiós, Luisito», es verdad, mas siempre Luisito, no Luis ni mucho menos Luis Daniel.

Y entonces, si ni él ni Ximena ni usted ni yo ni nadie nos atrevemos a no decirle Luisito a Luisito, ¿con qué derecho lo hacía Héctor? Y no teniendo suficiente, ¿se sentía facultado para fungir como un reemplazo de Ximena? ¿Quién le dio el permiso de hipnotizarlos a todos para que no pensaran más en ella, para que no sintieran el dolor que debiera acompañar a cualquier partida? ¿Quién lo autorizó?, hubiera querido saber Luisito, para preguntarle también a aquel otorgador de derechos si, además, consintió que llegara Héctor a imponerle a sus nuevos compañeros sus propias costumbres, plagadas de descortesía y pedantería, cuando tendría que ser al revés, ¿no es verdad? Tendría que haber sido Héctor, en su papel de recién llegado, quien se tomara la molestía de aprender y de adaptarse a las preestablecidas usanzas del salón de clases que le abría sus puertas. Y mientras eso no ocurriera, si alguien debía ser aludido con la despectiva fórmula del uso conjunto del primer y segundo nombre, ese alguien era Héctor y no Luisito. ¿Con qué derecho entonces se desentendía Héctor de esas pautas de sentido común? Pues, a todas luces, donde quiera que pudiera encontrarse, no estaba Ximena tomándose la misma clase de libertades. No era ella, tenía total certeza Luisito, en su nueva escuela, una disruptora del orden usual de las cosas. Todo lo contrario: Luisito la imaginaba, si no sufriendo del todo, al menos laboriosamente sobrellevando la carga de empezar de nuevo; de preguntarse si el aprecio que sus nuevos compañeros le procuraban era genuino o era un mero espejismo, nada más que cortesía mezclada con una instintiva necesidad de causar una buena primera impresión que, como tal, terminaría disipándose para dar lugar a la indiferencia; de buscar (o en última instancia, mendigar) amistades entre los grupos ya tan bien conformados de una configuración social que le llevaba años de ventaja; de experimentar antes de tiempo la sensación de no pertenecer y, a la vez, extrañar a la gente de su vieja escuela, que jamás la hizo poner en duda su pertenencia; de hacer todo ello mientras intentaba habituarse a cualesquiera que fueran las exigencias de la vida —de las vidas de sus padres, seguramente— que hayan forzado su imprevista partida. De aquel suplicio se consolaría Ximena, tal vez, pensando en la vida que dejó atrás, pensando que allá en su viejo hogar todavía quedaba un puñado de gente que atesoraba su recuerdo y que la echaba de menos, tanto o más como ella a ellos. Y entonces —planteose Luisito una última serie de preguntas que, dicho sea de paso, como el resto de las preguntas de este párrafo, no emana ya de la sana curiosidad de la que antes hablábamos, sino que las inspiran el coraje y la desilusión— ¿con qué derecho se habían olvidado todos de ella? ¿Por qué —y es que ese era el colmo— con tanta facilidad? ¿De dónde les nació a todos ese intransigente desapego?

III

Si hay lugar para aún otra intromisión mía, en este espacio que debiera ya enteramente pertenecerle a Luisito y a sus desahogos, abogaría entonces por que le fuera concedido a nuestro protagonista un poco de comprensión. Pasa que Luisito no estaba familiarizado con aquella frase de uso común que dicta que en ocasiones debe uno hacer de tripas corazón. No conocía la frase, menos aún ponía en práctica la conducta que esta sugiere. Lo de ver a las pasiones como un obstáculo que ha de ser hecho a un lado, o ignorado sin más, para, frente a la adversidad, ser capaces de actuar de la forma idónea, no es en modo alguno algo inherente al ser humano. Es en verdad una actitud que ha de ser aprendida del medio. Y a este, al medio, recursos le sobran para facilitarle a los individuos la asimilación de posturas de esta clase, sintetizándolas en, verbigracia, algún ingenioso refrán. Pues bien, que ni a través de la afamada frase —será cosa de la edad— ni por imitación de otros —será cosa de familia— se instruyó nunca Luisito en aquellos impasibles comportamientos que hubieran muy bien podido aliviar sus penas. 

Disculpará entonces el lector que de esta narración omita ahora una considerable cantidad de tiempo, transcurrida entre el momento aquel en el que dejamos a Luisito, con sus cavilaciones, y los eventos que en breve relataré. Si así lo hago no es porque nada de interés haya acontecido durante los meses que de la historia han sido suprimidos. Para justificar la omisión diré más bien que aunque los acontecimientos no faltaron, ninguno de ellos fue más que una acentuación de las tendencias que ya veníamos narrando. Pues cuando nadie se le opone, ¿qué hace el tiempo sino acentuar? Así, por un lado, terminó de consolidarse la popularidad de Héctor, a costa, claro está, del recuerdo de Ximena, que ya de todas las mentes, exceptuando a una sola, se había esfumado. Y por otro lado, el lado que más nos interesa, permanecieron las preguntas de Luisito, todas ellas, sin respuesta alguna. 

No dudo que haya alguien que, en el transcurso de la lectura, haya empatizado con Luisito, si no por una perfecta concordancia de ideas y preocupaciones, sí, al menos, por la experiencia común de haberse visto su mente, en algún momento, invadida por aquella clase de preguntas para las cuales no hay respuesta que pueda ofrecer sosiego al espíritu que las plantea. Lo más que uno (Luisito) puede hacer con esos cuestionamientos es llevarlos consigo a todas partes, en los bolsillos del subconsciente, dejándoles así definir su actitud frente a la vida; que solo de vez en cuando se encuentran el valor y el ocio necesarios para sacarlos a la luz del consciente, en donde en vano se pretenderá hacerles frente, filosofarlos, granjear al fin una milagrosa conclusión que permita poner punto final a las cavilaciones y seguir adelante. Las más de las veces, empero, las respuestas no llegan, ni de adentro ni de afuera, y, tal como ha tenido la desdicha de comprobar Luisito, subsiste e incluso profundizase la incertidumbre, dejando al empedernido pensador en un permanente estado de extrañeza frente a un mundo que no termina de ser lo aprehensible que uno quisiera que fuera. 

Así iban dándose las cosas, sin cambios de notoriedad —habrá Luisito sopesado la ironía—, hasta que arribó el mes de febrero, trayendo consigo cierta festividad nacional en honor de la cual se convocó a todos los alumnos de escuela primaria de la ciudad a un concurso de composición literaria con la temática de Los símbolos patrios. Deberían los postulantes, con un cuento, poema o ensayo de su autoría, enaltecer la identidad nacional.  Por supuesto, no lo dude usted, Luisito participó. Pues quien de tripas no hace corazón termina haciendo, de Luisito, tres Luisitos. Tres los símbolos patrios, tres los colores de su bandera, tres los Luisitos que colaboraron en la noble tarea de la elaboración del texto ganador: Luisito-narrador, Luisito-personaje y, el más Luisito de los tres, Luisito-creador. Poco importaba, en realidad, el número. Hubiese podido la historia nacional acaecer de tal forma que fueran cuatro, cinco o hasta seis los símbolos patrios, igual habría Luisito escindidose en la cantidad de partes que hicieran falta para completar la labor. Y menos crucial todavía lo era la temática asignada: cualquier otra habría sido un pretexto igual de bueno a fin de que se desahogara Luisito y hablará de lo que por dentro quería y tenía que hablar.

—Tengo que escribir un cuento —fue, en efecto, lo que a su familia anunció. No «voy a escribir un cuento», no «me gustaría escribir un cuento» ni «quiero escribir un cuento»; sino, y muy a pesar de que la participación en aquel concurso fuera voluntaria y por completo opcional, «tengo que». 

La obligación, el martirio si se quiere, fue autoimpuesta. ¿Que por qué optó por un cuento y no por alguna de las otras dos opciones que en la convocatoria se incluían? No pretenderé embellecer la respuesta, que es muy sencilla: Luisito es, a fin de cuentas, una creación suya, y más sabe él de cuentos que de poemas o de ensayos. En sus modos, sin embargo, se asemejó Luisito más a un poeta que a un cuentista. Con todo y que no conocía la historia usualmente asociada con la composición de la letra de su himno nacional, que relataba que el autor de sus versos fue con engaños recluido y forzado a escribirlos, igualmente recurrió Luisito al encierro para completar su obra. Y como el encierro de aquel poeta engendrara la letra ganadora, el de Luisito, que no fue uno solo, sino varios encierros a lo largo de varios días, y era además, como decíamos, autoimpuesto, dio luz al cuento ganador, que por título llevó El tiempo perdido. 

De un tono predominantemente nostálgico, El tiempo perdido era un cuento narrado en primera persona por su personaje principal, un niño de la edad de Luisito. En un comienzo, aquel protagonista comparte una serie de conversaciones que mantuvo con gente de su círculo cercano. En ellas va descubriendo, casi al mismo tiempo que lo hace el lector, una generalizada actitud de antipatía, o ignorancia en los menos malos de los casos, hacia todo lo relacionado con la historia nacional y sus personalidades ilustres. Ante tal panorama, hubiera podido el personaje contagiarse del olvido y perder toda fe en el porvenir de su tan desaprendida nación, al menos esa es la primera impresión que se lleva el lector. No obstante, hacia el final de la historia, que era ya un desaforado monólogo y que se leía más como las conclusiones de un ensayo que como el desenlace de un cuento, encuentra en sí, casi por azar, una esperanza. Resuelve que para reconectar con su pasado y luego, con suerte, inspirar en otros esa reconexión, tenía a su disposición tres invaluables recursos, en la forma de sus tres símbolos patrios, que justo con ese fin fueron forjados. Entonces, más dueño de sí mismo, y aún menos preocupado de guardar las formas de un cuento, concluye su narración definiendo a esos símbolos y recordándole a su lector cuáles eran los valores que la triada había por tantos años custodiado. 

No habrán faltado los detalles en la prosa de Luisito que delataran que el autor del texto era un niño, mas esa transparencia no era absoluta. Con seguridad hubo algún lector que se dejó engañar y pensó «qué patriótico es este niño». Desde luego que esa no era la verdad. Es posible, lo concedo, que durante sus primeros encierros Luisito no se diera cuenta de que el texto que estaba escribiendo trataba más de su propia experiencia con la partida de Ximena que de los símbolos patrios. Quizá hacia el tercer o cuarto día lo notó (aceptó por fin lo que por dentro ya sabía), mas no pudo la realización hacerlo desistir de su cometido. Y ya para los últimos de sus encierros abrazó por completo la ruta que inconscientemente se había trazado desde un comienzo: se hundió más en la metáfora, ahora deliberada más que espontánea, y dejó que El tiempo perdido se convirtiera, sin perder las patrióticas apariencias, en un lamento. Lamento que le granjeó el primer lugar del concurso, aunque eso poco le importara.

Le confesaré ahora, amigo lector, que si de mi dependiera no nos detendríamos en este brevísimo paréntesis, pero es que ya puedo ver cómo, desde hace algunas líneas, me viene usted reclamando:

—Antes ha dicho, señor narrador, que El tiempo perdido era un cuento narrado en primera persona por el personaje principal. ¿Cómo es entonces que son Luisito-narrador y Luisito-personaje dos entidades diferentes?

Para responder a esa pregunta me vería obligado a empezar por admitir aun otras aparentes contradicciones. Recordará que el protagonista del cuento de Luisito era un niño de su misma edad, y probablemente reparó también en los parecidos que uno y otro, Luisito y el personaje que creó, guardaban. Agregaría entonces más leña al fuego y le preguntaría, ahora yo a usted:

—¿Y son en realidad Luisito-creador y Luisito-personaje dos cosas distintas? Si ya en esas andamos, y suponiendo transitividad, ¿son los tres la misma cosa? 

Pues que en Luisito no se dio escisión alguna, o si me lo permite, se dio y no se dio. Luisito es, como usted y como yo, uno solo. La unidad de Luisito, sin embargo, puede sin inconvenientes convivir con su inherente multiplicidad. Los tres papeles que durante sus literarios encierros desempeñó, creador, personaje y narrador, contienen, individualmente, la totalidad de Luisito. Cada uno es un todo, el todo. ¿Que cómo entonces se suman tres todos y dan como resultado un solo todo, tal que si 1+1+1=1? Pasa que no se suman, sino que colaboran y coexisten el uno con y en los otros, y en efecto ejerce cada cual una distinta función de Luisito. Más al respecto ya no diré. Ahondar en explicaciones sobre cómo es que Luisito es tres y es a la vez uno sería entrar en aquellos temas que, aunque a él tanto le gusten, yo he pretendido, desde un comienzo, evitar.

Volvamos mejor a los hechos. Muy diversas reacciones acompañaron al primer lugar que obtuviera Luisito en aquel concurso. Fue, por una parte, merecidamente celebrado, tanto en casa como en la escuela. De la gente que felicitaba a Luisito, algunos lo hacían ocultando el asombro que la noticia les producía. «Quién viera a Luisito», se decían. Pocos fueron los que al leer El tiempo perdido no vieron más que una extensión de su autor, nada por lo cual sorprenderse. Pero ni los unos ni los otros supieron ver más allá de lo que a la superficie se asomaba, y no quisieron o no pudieron leer entre líneas —de haberlo hecho habrían sin duda librádose de la errada imagen de un Luisito en extremo patriótico— para descubrir que en cada imagen que Luisito-creador dictó a Luisito-narrador, para que este las convirtiera en palabras, se ocultaba el nombre de Ximena. 

Solo la maestra Alicia, ávida lectora, desde la infancia, de toda clase de historias y sabedora de que en cada cuento, como en cada obra de arte, como en cualquier forma de comunicación, hay siempre intenciones del autor que no quedan explícitamente plasmadas en palabras ni en ningún otro símbolo, intenciones que acaso son el alma de la obra, y no es que el creador haya pretendido ocultarlas, sino que la infinitud de Luisito, la infinitud humana, que es unidad y multiplicidad, transparencia y reflexividad al mismo tiempo, no cabe en ningún marco; solo ella, por naturaleza más sensible a la palabra escrita que el común de las maestras, se dio a la tarea de intentar dilucidar qué era aquello que El tiempo perdido decía sin decirlo. Y lo encontró, lo entendió todo, o estaba casi seguro de haberlo entendido pues total certeza no podía tener. Debía ser eso, se decía, mientras recordaba, reconsideraba la conversación que con Luisito mantuvo hacía meses y, en especial, ciertos cambios que había notado en su comportamiento. Era eso. 

Así que al día siguiente, a primera hora, anunció a su grupo de alumnos, con mucho orgullo, las buenas nuevas sobre la victoria de Luisito. No tuvo que pedir un aplauso: puso ella el ejemplo y le imitaron después todos los niños. Al término de la jornada, cuando parecía que ya el entusiasmo por la noticia se había disipado, la maestra Alicia apartó a Luisito para decirle:

—Luisito, mañana mismo le preguntaré al director si todavía conserva la información de contacto de Ximena o si es que sabe a dónde se ha ido. 

En aquel momento, Luisito volvió la mirada hacia su ventana predilecta y vio, sintió los primeros destellos de una luz, pero ya no sabrá, no sabré tampoco yo porque él no me lo dirá, o tal vez sí decida él que confía en mí lo suficiente como para decírmelo, aunque si así lo hiciera sería sin duda una vez que me haya arrebatado la pluma, una vez que dictamine que nuestra relación ha llegado a su fin, que ya no me necesita más y que para futuras historias buscará los servicios de otros narradores, menos insurrectos de lo que he sido yo, de tal suerte que, incluso si terminara yo por enterarme, no tendría forma alguna de contárselo a usted, ya no lo sabrá tampoco usted… ya no sabrás, Luisito, si es que esa luz que ves brillando en la ventana fusionadora de realidades por excelencia que es tu mente de diez años, si esa luz, Luisito, viene de adentro o viene de afuera, si es tuya, Luisito, o es Mía.

Charly G. H.